Meses atrás, durante un partido de fútbol jugado fuera de Lima, el canal oficial del torneo acusó problemas técnicos a escasos minutos del final. Nadie imaginó, sin embargo, que la señal se interrumpiría y que en lugar de anunciar que la retomarían en breve, el relator –que junto con los comentaristas se hallaba en un set en la capital- despediría la transmisión. El juego, por supuesto, continuaba.
Las redes sociales enmudecieron. No solo las cuentas de los hinchas, sino las de los medios de comunicación. El partido se desarrollaba sin periodistas capitalinos en las tribunas, así que no había manera de informar qué diablos ocurría en el estadio. Eternos minutos después, una radio logró ‘colgarse’ de una emisora lugareña y pudo dar cuenta de los últimos momentos del cotejo. En las redacciones capitalinas, más de uno volvió a respirar.
Esto que parece una anécdota pueril refleja la precariedad en que se desenvuelve gran parte del periodismo peruano. Y no solo el deportivo. Si bien es cierto los agobios económicos han canibalizado las redacciones, lo es también que las facilidades que provee la tecnología han pervertido el trabajo periodístico. Algunos editores consideran el reporteo una pérdida de tiempo y han convertido sus secciones en esclavas de la televisión o el streaming.
Los últimos resultados electorales representan una bofetada para quienes ejercemos el periodismo en el país. La desconexión con lo que pasa en la calle salta a la vista. Ha faltado un mayor acercamiento al día a día de la población, más diversidad en los temas de cobertura y una búsqueda sincera de nuevas fuentes.
“El futuro del periodismo está en su pasado”, repite cada cierto tiempo un buen amigo periodista. Mi respuesta es la misma de siempre: tiene mucha razón