Los llaman felices, dorados, locos. La de 1920 fue una década marcada por la prosperidad económica, la audacia y la frivolidad. Un mundo nuevo que renacía de la peor de las guerras, donde florecen las artes y la creación de vanguardia. Tiempos en que se populariza el uso del automóvil y el teléfono, y flamantes artilugios prometen una vida de confort. El jazz es la nueva banda sonora y el Charleston anima a las ‘flappers’, líderes de la liberación sexual femenina, a sacudir las costumbres y revelar con libertad los cuerpos. Las mujeres se cortan el pelo “a lo garçon” y los hombres se afeitan las barbas.
Son tiempos de “ebullición y erupción”, como define el escritor y diplomático Alejandro Neyra. Para el ex ministro de Cultura, si bien ya al inicio de siglo XX hubo rupturas importantes como las de Picasso, el movimiento Dadá y el Futurismo, lo que surge en esa década no tuvo parangón: “En 1920, en Alemania se estrenó ‘El gabinete del doctor Caligari’, que consagró el expresionismo, precursor de todos los escenarios, géneros y guiones del cine. En literatura, solo en 1922 se publicaron el ‘Ulises’ de Joyce, ‘La tierra baldía’ de T.S. Eliot y el ‘Trilce’ de Vallejo. Y nada más disruptivo que los bailes de Josephine Baker, una bailarina que rompió las reglas en París al ritmo del Charleston”, recapitula. “El optimismo de la revolución industrial, detenida por la Gran Guerra y la revolución rusa, vio en la década de los 20 una posibilidad única de liberación”.
Fred Rohner, filólogo e investigador en la música popular, destaca cómo la semilla del jazz estadounidense se extiende por toda América Latina, adaptándose y transformándose según la creatividad local. “Las polcas de Felipe Pinglo no son otra cosa que piezas de Jazz, del one-step, del foxtrot, un género para bailar, propio de la locura y el desenfreno de la época”, afirma.
Para el artista plástico Fernando Bryce, los años 20 tienen una aureola marcada por la contradicción y los contrastes. “El mundo sale de la Primera Guerra Mundial (la primera de exterminio masivo de la historia) fracturado y en crisis –apunta–. Este quiebre civilizatorio, que según Hobsbawm da inicio a la era de los extremos, genera tanto la brutalización de la política y el paulatino deterioro de los valores liberales provenientes de la ‘Belle Époque’, como el despliegue de la cultura de masas, las comunicaciones, la radio y el desarrollo de las diversas vanguardias artísticas y políticas con su búsqueda de nuevas formas de vida. Hay un elemento utópico de corta duración que será ahogado prontamente con el auge del fascismo y del estalinismo en los 30 y la crisis económica mundial del 29 que sella en la desgracia a los locos años 20”.
El historiador José de la Puente precisa que, sobre todo en Europa y Estados Unidos, estamos frente a años de optimismo y crecimiento tras el desastre de la Gran Guerra, pero a la vez se trata de una época terrible, pues en ella se ponen las bases de los totalitarismos que causarán más destrucción con la Segunda Guerra Mundial.
En el caso peruano, De la Puente identifica los años veinte como una década de crecimiento y fomento de la inversión foránea (norteamericana, especialmente) y de optimismo para muchos con el inicio de la “Patria Nueva” del presidente Leguía. “En la política, claramente se da la llegada al poder de los sectores mesocráticos limeños y provincianos. Leguía, habiendo sido antes civilista, termina con el predominio del Partido Civil y con la República Aristocrática”, añade el historiador, quien destaca además la aparición de los intelectuales de la llamada ‘Generación del Centenario’, el afianzamiento de las conquistas sociales que venían desde el logro de la jornada de 8 horas en 1919, la aparición del aprismo, la creciente influencia de las ideas socialistas y el auge del indigenismo.
—El tiempo circular—
¿Podemos encontrar coincidencias entre aquella década y nuestro presente? ¿Vivimos hoy un florecimiento cultural como en los dorados veinte? Entre pasado y presente, José de la Puente ve más diferencias que coincidencias. “En lo político, los años veinte son una década de gobierno autoritario, mientras nosotros estamos viviendo nuestra democracia, si bien imperfecta y con sobresaltos. El gran líder, para bien y para mal, fue Leguía. Hoy no hay una personalidad política clara que se perfile como el líder de la década”, explica.
Para el docente y ensayista Marcel Velázquez, hablamos de una década marcada por una creciente politización social. Recuerda cómo el 23 de mayo de 1923 los estudiantes de San Marcos impidieron que el gobierno de Leguía consagrara el Perú al Corazón de Jesús, mientras hoy vivimos tiempos en los que muchos se refugian en dogmas de la religión católica o evangélica. “Si hace un siglo la aparición de partidos como el APRA y el Partido Socialista crearon agendas modernas para las clases medias y los obreros, hoy campea la despolitización y la indiferencia”, dice.
Una coincidencia que advierte Velásquez es que Lima, fascinada por el mito del progreso, sufrió en los años veinte una importante modernización urbanística. Como entonces, hoy asistimos a una ciudad colapsada por el cemento y el automóvil.
Por su parte, para Rohner es muy pronto para hacer comparaciones. “Fenómenos recientes como la radicalización de discursos conservadores frente al avance de movimientos feministas y progresistas, se dieron en Occidente más bien en la década del 30”, señala el docente de la Universidad Católica, para quien el espíritu de los años veinte coincide más bien con la también icónica década del 60. “El surgimiento del jazz es comparable al nacimiento del rock. En ambas épocas, se tiene una juventud escindida de los adultos de la generación previa. Ahora tenemos otra forma de juventud, que sintoniza con un nuevo pop basado en el reggaetón, el trap, etc. Creo que los cambios visibles vienen desde lo musical”, explica.
Rohner también es cauto al responder al comparar el brillo intelectual entre ambos veintes: “No sé si tengamos ahora una movida literaria tan fuerte como entonces. Hoy existe una banalización del mundo intelectual que parte incluso desde la misma Academia. Y en la literatura, con todo lo bueno que se produce, estamos lejos de ver un libro tan importante como “Trilce”, o contar con una figura como Martín Adán”, señala.
Velásquez coincide en el diagnóstico pesimista: “En el plano cultural, el indigenismo y las vanguardias eran cosmopolitas e interpelaban a muchos; en contraposición, hoy las aventuras estéticas solo movilizan a una delgada capa social. Es irrepetible la revista “Amauta” y su red cultural latinoamericana que articuló novedad y transformación social. El mito de lo nuevo asociado a la esperanza no puede sobrevivir en tiempos de depresión colectiva; el cosmopolitismo fecundo se estrella contra el resurgimiento del nacionalismo conservador”, afirma.
Una mirada poco positiva que comparte Bryce: “Comparando los inicios de nuestros años 20 con los del siglo pasado, se podría decir que las similitudes estarían en la brutalización de la política acompañada por el auge de las comunicaciones. Pero a diferencia de los años 20, donde al menos había horizontes de esperanza y se creía, mal que bien, en el futuro y las posibilidades de cambio, nosotros entramos en una era dominada por la distopía y la destrucción de los fundamentos mismos de la vida. Caídas en el descrédito las promesas de progreso, la única ideología dominante pareciera ser la del interés económico radical y la expoliación de nuestras vidas”.
Para Neyra, cien años después hay poco nuevo bajo el sol: “Cualquier pretendido ‘escándalo’ de los artistas actuales ya ocurrió hace un siglo. En el Perú, la ebullición hace surgir la poesía de Vallejo y el pensamiento de Mariátegui y de Haya, sin embargo, también la represión y el autoritarismo de Leguía, representante de un conservadurismo que fue gestándose también en Alemania y que anticipa el surgimiento del nazismo a fines de la década. Nunca hay que soslayar el movimiento pendular de la historia”, afirma el escritor.
Ciertamente, mucho ha cambiado la sociedad en un siglo y buscar repeticiones mecánicas resulta ocioso para el análisis. Quizás para ilustrar mejor estos cambios y continuidades debemos volver a la imagen de las desenfadas ‘flappers’, hijas del jazz y símbolo de la mujer individualista de los años locos. “Hoy tenemos las coreografías colectivas del feminismo legítimamente acusador”, destaca Velásquez.