Hay que ser muy cuidadosos al interactuar con plátanos: existe siempre el peligro de resbalarse. Warhol lo sabía y aun así sacó adelante el “Banana Álbum” que trabajó para The Velvet Underground. Pero, claro, él fue el primero y la audacia se aplaude.
Hay quienes llegaron después y también han sido reconocidos. Nadie podría quitarle mérito a Phil Hansen, quien usando alfileres replica obras de Botticelli o Van Gogh en cáscaras de plátano; o a Stephan Brusche, quien dibuja en ellas desde caras felices hasta a las gemelas de “El resplandor”, e incluso pela la fruta para crear un retrato hiperrealista de Marilyn Monroe y su falda levantada.
Jugar con la comida no siempre está mal, pero un plátano pegado a la pared con cinta de embalaje ploma podría ser demasiado. Aun así, “Comedian” –título de la obra de Maurizio Cattelan– se valorizó en US$120.000 en el último Art Basel Miami. Dicen que en la repetición está la ofensa, pero lo que parece haber molestado a los entendidos es que la propuesta del italiano se sale de lo convencional y evoca, para algunos, el sinsentido en lo que se ha convertido el arte contemporáneo.
La noticia de la existencia de una propuesta como “Comedian” dio la vuelta al globo. El mundo se sorprendería luego (hace dos días) cuando alguien arrancó la fruta y la devoró. El imprudente (el artista David Datuna) se declaró fan de Cattelan –y de la obra, a la que calificó de “deliciosa”–, y afirmó que se trataba de una intervención, así que grabó el hecho y lo publicó en Instagram. El director de la galería, Lucien Terras, declaró que la obra no había sido destrozada. “El plátano es la idea”, afirmó al “Miami Herald”.
¿POR QUÉ SE DISCUTE SOBRE UN PLÁTANO?
Las creaciones de Cattelan se deben entender como una sátira de la sociedad. Él encuentra goce en desafiar los convencionalismos y lo hace sutilmente: evidencia las reglas y sus inconvenientes. Finalmente, lo sutil termina convirtiéndose en algo que sobrepasa la irreverencia y coquetea con el absurdo.
Ahora es el plátano el que invita a preguntarnos qué es el arte, para qué sirve una sala de exposiciones, de qué se puede hablar y de qué no, cuál es el papel de los coleccionistas, cómo funciona el mercado; interrogantes que antes plantearon el retrato de una papa del fotógrafo Kevin Abosch, el díptico azul “Onement Vi” de Barnett Newman, o el propio excremento enlatado de Piero Manzoni. Otros, por el contrario, darían el mismo valor de esas piezas a la gelatina con forma de Venus de Milo que apareció en “Los Simpson”.
El caso es que Cattelan ha llevado el sinsentido a un nivel superior. Un caballo disecado colgado del techo de una galería. Una ardilla que se acaba de suicidar de un disparo en su cocina. Una escultura de un puño de mármol que tiene el dedo medio levantado al frente de la Bolsa de Valores de Milán. La escultura realista del papa Juan Pablo II tirado en el suelo tras ser aplastado por un meteorito. Un Hitler arrodillado y con las manos entrelazadas. Tres maniquíes de niños ahorcados colgando de un árbol. Nueve cadáveres cubiertos por sábanas de mármol.
No siempre Catellan fue tan original. Su inodoro de oro de 18 quilates titulado “América” era una clara referencia a Duchamp. “La originalidad no existe por sí misma. Es una evolución de lo que se produce. La originalidad se trata de tu capacidad para agregar”, justificó el autor después de exponer la pieza en el Guggenheim de Nueva York, de ofrecerle su creación a Donald Trump y antes de que el inodoro sea robado del palacio donde se exhibía.
DE PADUA CON AMOR
Hacía 15 años que Cattelan no participaba en una feria de arte. Su vida –que se inició en 1960 y transcurrió, en principio, como un fabricante de muebles de madera y posteriormente escultor– y sus creaciones lo habían vuelto tanto un célebre creador como un bufón, por lo que el éxito y la frustración no deberían ser ajenos a su alma.
Antes de su silencio, él –que nació en Padua, tierra que acogió al Giotto, Donatello, Petrarca y Galilei– se jactaba de no tener estudios y bromeaba al decir que él no hace sus obras, sino que contrata a otros. La ambigüedad, sumada a sus provocaciones, era su arma mortal.
Pero el italiano no podía quedarse quieto. “Finjo que estoy muerto, pero todavía puedo ver y oír lo que sucede a mi alrededor –dijo a ‘El País’–. Y también moverme, si lo decido”.
Su regreso, con el plátano en la pared, era necesario: siempre es bueno preguntarse qué es y qué no es arte, y de la misma manera, terminar el día con la tranquilidad de que nadie tiene la última palabra.
EL DATO
La peruana Carla de Feudis –quien también fue parte de la feria– se sumó al furor del plátano del italiano y tomó tres esculturas propias que tenían la misma forma y las colgó en la pared. “El plátano estaba encima de una mesa, y al pasar todo esto le puse un ‘tape’ y lo pegué en la pared. Hubo gente que me dijo que me había adelantado y que esto era mejor porque duraba para toda la vida”, contó a este Diario. Al final, De Feudis vendió todas sus piezas. Si tuviera que ponerles un nombre, ella elegiría “¿Cattelan?”.