“No dejes que la realidad te arruine una buena historia” es un lema privado que fluye risueño en la familia de Juan Javier Salazar. Su hijo Gaspar recuerda el dicho rodeado de la obra de su padre en el pabellón peruano de la Bienal de Venecia. Su tío Álvaro asiente, sonriendo con los ojos anegados por la potencia cáustica de la obra de quien era y sigue siendo su hermano.
En este caso, la realidad y la buena historia son lo mismo. Tratan del efecto catalizador de Salazar. Entiéndase por esto la capacidad de estimular el desarrollo de un proceso en evolución. Desarrollo que, como cualquier otro, incluye implosiones y cortocircuitos, así como también puntos de encuentro y luminosidad ante la epifanía plástica.
En este caso, fricción y fusión fría se manifestaron en torno a las complicadas negociaciones entre la propuesta curatorial y su ejecución física.
El punto de inflexión fue la pertinencia o no de envolver el pabellón con una reproducción de la tela impresa de piedras incaicas con que Salazar cubrió el monumento de Francisco Pizarro en Lima. Para ello se tomó como referencia la tela original comprada por Armando Andrade a Salazar, y donada al MALI.
La serenísima República de Venecia era inmejorable escenario para una discusión que tenía tanto de válida legitimidad académica, como también de Bizancio y balcón limeño. La salvaguarda era que, detrás de las diferencias, la fuerza centrífuga de la obra de Salazar, motor inmóvil, seguía reclamando el punto focal de atención. El viejo dilema de señalar la luna para solo mirar el dedo.
Para el público de la Bienal, ajeno a estas disquisiciones, la luna salazariana asomaba llena, poderosa y crítica. Un ruso parado frente al imponente y precario triplay del “Perú, país del mañana” sonreía sin necesidad de traducción alguna. Nosotros a esto le decimos “in a near future”, autoexplicaba anglosajonamente el hombre su conexión espontánea con la pintura peruana.
HABLA LA COCURADORA
En la intrincada construcción del artificio que supone adjudicarle la complicada –si no imposible– representación nacional a un artista, la discrepancia asoma tan inevitable como saludable.
Si se trata de un artista con la dentadura completa y buena mordida como Juan Javier Salazar, la tormenta perfecta está servida. De ahí el arriesgado valor del jurado de haber designado la propuesta de Rodrigo Quijano como la ganadora. Iniciativa que se encauzaba dentro de los lineamientos de la curadora de esta bienal, Christine Macel: volver al artista como origen de la creación. A fin de cuentas, artista que no muerde es publicista.
Quijano describe el modus operandi de Salazar como el de aquel que lanza una llave de tuerca al corazón de cómo se hace arte en el Perú. Los engranajes detenidos obligan a la reflexión. Quijano decidió no asistir a la bienal, designando como su representante en Venecia a la cocuradora Rosanna del Solar. Ella, in situ, tomó decisiones propias como retirar de la muestra el cuadro “Día de lluvia”, propiedad de Eduardo Hochschild, pues abigarraba el recinto. Del Solar, amiga y conocedora de la obra de Juan Javier, administró razón y emoción, honrando al amigo y al creador. Ella respondió así desde los 250 m2 del pabellón peruano en Venecia.
¿Cómo ves la presentación de “Perú, país del mañana” en Venecia?
Traer la obra de Juan Javier a Italia ha sido arriesgado. Es una obra muy local, difícil de contextualizar fuera del Perú. Creo que se ha hecho un buen trabajo. Y creo que está bien representado.
¿Cómo construyen las piezas elegidas esta visión de la obra de Juan Javier?
Hay que entender la obra como crítica del país en el que vivía. Siempre con mucho sentido del humor y sarcasmo. Él trabajaba lo perecible a propósito. Hay otra versión de esta obra [“Perú, país del mañana”] que pertenece a Gustavo Buntinx, que en realidad era el gallinero de Juan Javier en Cieneguilla. Esa historia representa muy bien el trabajo de Salazar. Y al mismo tiempo tienes una pieza más delicada, se le llama “Virgen de la ducha”, aunque tiene varios nombres. Es un trabajo de tela sobre lienzo, una rareza. Para mí es una de las piezas más bonitas.
¿Una obra como “El último cuartucho” precisa de una explicación para el público extranjero?
En realidad todo lo de Juan Javier necesita una explicación. Todo es muy local en una ciudad tan agreste como Lima. Cuando pensamos la muestra con Rodrigo, no estábamos pensando tanto en el tema de la Bienal en sí –te voy a ser sincera, no creíamos que fueran a escoger esta propuesta por el tipo de obra de Juan Javier–, pero al parecer pesó más la sensibilidad del jurado. La veíamos muy difícil de contextualizar. El mayor riesgo de esta muestra es lograr que la gente entienda lo que Juan Javier quería. Eso es lo que hemos tratado de pelear.
¿Qué es lo que Juan Javier quería?
Juan Javier era un político sin partido. Él estaba en contra de absolutamente todo. Lo único que queríamos era hacerle un homenaje a Juan Javier. Que se le reconozca como el artista cínico de miércoles que es.
¿No crees que esto esta demostrado acá?
No. Pero creo que esto es una buena representación de su trabajo y creo que estamos contentos. Más que por cómo se han dado las cosas, contentos por cómo han resultado. Mientras más lo veo, más me gusta.
¿Por qué es importante que esté Salazar acá representando al Perú?
Porque creo que es el artista más honesto que hemos tenido en mucho tiempo.
EL IMPACTO DE UNA OBRA
El curador mexicano Pablo León de la Barra, vecino próximo del pabellón peruano, fue el primero en expresar que la presentación de Salazar era una de las más poderosas de la bienal. Esta impresión se confirmó con la primera visita del jurado al recinto peruano.
Paolo Baratta, presidente de la Bienal de Venecia, se le ofreció una explicación de “Perú, país del mañana”, a lo que cortésmente replicó que no era necesario, que lo entendía perfectamente. El español Manuel Borja-Villel, director del Museo Reina Sofía y también presidente del jurado, manifestó su interés por llevarse la muestra a Madrid tal como estaba en Venecia. Otro jurado planteó una cuestión que parecía perfectamente en sintonía con la ironía salazariana: preguntó si el artista estaba muerto o vivo. Quedó la duda de si en la bienal solo se premiaba a los que aún respiraban.
La duda se disipó, en algo, cuando al día siguiente la consultora legal de la bienal precisaba que se premiaba no al artista ni al curador, sino al pabellón. Aunque, conocidos los resultados, se hizo lógico que en una bienal que tenía por lema “Viva arte viva” celebrar a un artista vivo hacía sentido con el espíritu de evento: una celebración en tiempo real antes que póstuma. Acaso por eso tanta pregunta al respecto.
En otro típico retruécano salazariano, la llegada del crítico Jorge Villacorta a Venecia se vio imposibilitada al ser víctima del bolsiqueo de su pasaporte en Atenas. Quien sí estaba en Venecia era Max Hernández Calvo, crítico de arte de El Comercio y curador del pabellón peruano en la Bienal de Venecia del 2015. Hernández fue, además, uno de los que eligieron la propuesta curatorial de Quijano para representar al Perú en Venecia.
¿Qué significa la presencia de Salazar en Venecia?
Es importantísima. Venecia es el lugar donde cada dos años el mundo del arte internacional se da cita para tomarle el pulso a la contemporaneidad. En este espacio, Juan Javier y su trabajo pueden reclamar su importancia para el mundo contemporáneo, así como también ofrecer sus resistencias en términos de los núcleos más intraducibles de su trabajo. Porque toda obra de arte tiene sus núcleos intraducibles, y ese es el espacio en donde el público ejerce su papel de intérprete.
La cocuradora Rosanna del Solar apunta el riesgo de haber traído a un artista muy local.
Entiendo a qué se refiere. Hay ciertas claves donde sus detalles son muy locales –el cuartucho, por ejemplo–, pero lo que no es local es la exclusión, la miseria, la pobreza. Hace tiempo que el Primer Mundo tiene tus terceros mundos, y el Tercer Mundo tiene sus primeros mundos. Es una cosa mucho más fluida. En ese sentido, esas cuestiones son claramente registrables. La idea de lo precario subyace a la estructura de esteras del cuartucho, cuyas formas también dialogan con el arte moderno y otras tradiciones de arte históricas plenamente legibles para el público que se da cita acá.
¿Existe la obra incurable?
No lo creo, y por varias razones. Primero, porque curar viene del latín ‘curare’, que es ‘cuidar’. Y toda obra es curable en distintos sentidos, ya sea en el sentido de cuidarla materialmente –y hay un reto ahí por la precariedad deliberada con la que trabajaba Salazar–. Y por otro lado, porque la tarea de enmarcar discursivamente, que es otra de las labores curatoriales, también es otro tipo de cuidado que define el tipo de espacio que abres para el público. Juan Javier respondía mucho, en primer término, a las problemáticas del país. Y dentro de ellas, a la débil institucionalidad el arte en el Perú.
LA INAUGURACIÓN
El embajador del Perú en Italia, Luis Iberico, escogía la estampa del ex presidente Alejandro Toledo diciendo “tomorrow” en el cuadro de Salazar para hacerse una foto. Armando Andrade, comisario del pabellón peruano, decía en su discurso de presentación que era “un lujo poder exhibir un trabajo tan cargado de inteligencia, humor y reflexividad, donde gracias al acucioso trabajo curatorial de Rodrigo Quijano se mostraba a un Juan Javier profundamente arraigado a lo peruano desde nuestros espectros arqueológicos hasta nuestra cotidianidad urbana. Por eso mismo su arte, tan enraizado en nuestra historia y modernidad, tiene la capacidad de generar preguntas universales sobre nuestra identidad, historia y porvenir”.
Confirmando esto último, apenas minutos después, una académica peruana renegaba del icónico cuadro de Salazar, pues consideraba cliché e impropio de la representación peruana moderna el referirse a esa tara subalterna del mañana, mañana, mañana.
Mientras, Miguel Cordero, dueño del cuadro en cuestión y amigo y colega de Juan Javier, hacía un esfuerzo por contener el llanto. Buscaba en su celular las conversaciones guardadas con el artista.
Recordaba cómo este le estimulaba a seguir con sus propios proyectos artísticos, como una chompa de alpaca para alpacas, por ejemplo. Y contaba de las condiciones en que el magnífico altar de triplay que resume la promesa trunca peruana había estado guardado en su natal Arequipa. Primero no entraba en una pollería de su propiedad, luego acabó en un depósito donde también coleccionaba otras rarezas como sillas antiguas de peluquero. Ahora que la incisiva obra de su amigo estaba dándose a conocer al mundo, Cordero se preguntaba cuál sería la mejor manera de preservar a salvo el materialmente frágil legado, y cómo transformar el éxito póstumo no en un beneficio personal, sino en un bien solidario. “Es lo que Juan Javier hubiera querido”, decía con la piel de gallina a pocos metros del pabellón.
De manera inopinada me vino a la cabeza una observación que le había leído a Salazar: “En este país, donde no hay una sola vereda que no esté rota, todos los cuadros en las galerías parecen salidos de la lavandería”.
Álvaro Salazar recordaba que el día del velorio de su hermano, más por protocolo que por fe, había un crucifijo puesto en la cabecera del féretro. Entonces decidieron cubrir la imagen religiosa con un manto impreso con las piedras con las que Juan Javier cubrió a Pizarro. El mismo y polémico símbolo que ahora envolvía el pabellón, a las piezas, a perro, pericote y gato reunidos en nombre del artista que no quiso dejar obra fácil ni mansa.
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