La noticia se anunció en octubre del 2018: el nombre de la artista Alice Wagner se anunciaba como ganadora del Concurso Nacional de Pintura del Banco Central de Reserva del Perú, al elegir su pieza de cerámica de gran formato inspirada en las tan familiar frazada de tigre. La insólita adaptación de tan tradicional ícono no pasó inadvertida: en las redes sociales no faltó la disparatada acusación de “apropiación cultural”, mientras que los flamantes críticos de facebook consideraban la propuesta plástica como la obra de una “pituca fuera de contexto”.
Han pasado dos años de aquello, y hoy recién puede verse la exposición “Mantos y otros fantasmas”, donde Wagner lleva al límite el concepto esbozado en aquella obra ganadora. Cuando le mencionamos aquellas comentarios desinformados, ella recuerda la sorpresa que una obra como la suya motivó en un concurso que, hasta entonces, había prestado atención solo a la pintura. “Mucha gente probablemente tenía mucha expectativa con un premio solo de pintura. Y ver elegida una obra que no fuera precisamente realizada en lienzo, generó, sin duda, una reacción afirma.
Pero Wagner también es consciente que parte del conflicto que generó su obra se debió al hecho de llevar un apellido alemán. “Hay un dicho que señala que quien no se ha cubierto con una frazada de tigre no es peruano, y supongo que algunos pudieron pensar que yo no había tenido acceso a una. Lo que puedo decir es que, al margen de mi historia personal con la frazada, se trata de un elemento con una carga muy social y afectiva”, afirma.
Por cierto, si bien la artista señala que su experiencia personal no resulta central al momento de desarrollar esta muestra, sí resulta ilustrativa. Alice recuerda su infancia en los años ochenta, cuando su madre la llevaba con sus hermanos en el volkswagen familiar a la casa que tenían en Chosica, en un barrio considerado zona roja en tiempos del terrorismo. “Unos franceses alquilaron una parte de la casa, pero un día llegó la policía y se los llevaron presos. Ellos tenían un tigre, y nos lo dejaron a cuidar durante un año. Se llamaba Kiki y nosotros le dábamos de comer. Entonces era pequeño, pero iba creciendo. Un año después, los franceses regresaron para llevarse al tigre y para los niños fue un golpe devastador”, cuenta.
Ahora aquel tigre nos acecha desde su expectante lugar en la exposición. Un emblema conocido, incluso manido visualmente, abandona su carácter de motivo serial y se convierte en una pieza única, de peso (y rugido) diferente.
Para la muestra “Mantos (y otros fantasmas)Wagner eligió al curador Gustavo Buntinx para acompañarla en el proceso. Para el crítico, el sentido radical de esta exposición se plasma en toda la ambigüedad y ambivalencia acechante tras la banal apariencia de iconografías tejidas en un objeto tan cotidiano e utilitario como una frazada. “Bajo esta decoración rutinaria, Alice Wagner ha sabido percibir un imaginario inquietante de latencias ancestrales”, señala el crítico.
En efecto, como advierte Buntinx, en aquellas mantas comunes hay una inconsciente añoranza por la función ritual de los antiguos mantos funerarios. “Aquellos textiles que envolvían al muerto para arroparlo y acompañarlo en sus tránsitos hacia formas renovadas de existencia”, explica.
“Algo de esa densidad perdida sobrevive en el ansia de sobresimbolización ornamental que aflora en la erizada piel de estas frazadas”, afirma Buntinx refiriéndose a las piezas de Wagner que reinterpretan a través de la cerámica fragmentadas los diseños textiles de tigres, vicuñas, cóndores y tumis.
¿Cómo ha sido el proceso desde la noticia del premio con la primera frazada de tigre hasta la actual exposición, dos años después?
De hecho, el premio me encontró en medio de este proyecto. De no haber sido por él, no habría tenido las dimensiones que ha adquirido. Me encontraba en el inicio de un cambio en mi trabajo, empezando mi investigación en la cerámica. El premio además me permitió poder trabajar con un curador y pensar en un espacio físico donde presentarlo. Sin duda, ha sido un espaldarazo para la idea que iba construyendo.
Más allá de tu historia personal con el tema, esta muestra nos propone el símbolo de la frazada como un elemento de fuerte carga social y afectiva…
Así es. Es un objeto en el que uno deposita un apego con respecto a la patria y al hogar. Además, es un símbolo de supervivencia, el cobijo, de mínimo bienestar cuando va de un lado al otro, en el caso de las migraciones por ejemplo. Incluso en el caso de las obras de arte, cuando uno traslada sus piezas, una frazada sirve para amortiguar tus piezas.
Las primeras donaciones después de cualquier emergencia siempre son frazadas...
Y lo primero que pide un preso es una frazada para pasar la noche. Si bien tengo un recuerdo personal ligado a ellas, pienso más en el recuerdo colectivo. Los diseños de estas frazadas están vinculados a una memoria colectiva.
Crees que una muestra que sintetiza lo social y lo afectivo es especialmente pertinente en esta época de política tan violenta, en la que pareciera que necesitamos especial cobijo.
Pero es también el juego del cobijo que no lo es tanto. La trasmutación del textil a la cerámica genera esa ilusión de piezas que te abrigan pero cuyo material resulta frío y duro. Más bien nos habla de un pasado quebradizo, que se recompone permanentemente. Y que, probablemente, encuentra la calma con este juego de frazadas de textiles reales al final de la muestra.
La muestra tiene varias narrativas. Además de la representación del tigre, un ícono que desarrollas intensamente es el Tumi moche.
Inmediatamente después del tigre, la siguiente frazada que realicé es la del Tumi. Allí empecé a hacer la investigación propiamente. El Tumi me llevó a conversaciones muy largas con Gustavo Buntinx, mi curador. Fue algo muy enriquecedor reflexionar sobre una época tan interesante como los años 80, a la que, de cierta manera a causa de la pandemia, creo que hemos regresado. Los que vivimos aquella década tenemos ese recuerdo de la precariedad. En las conversaciones, Gustavo recordaba la historia del Tumi robado del Museo de Arqueología, Antropología e Historia del Perú en 1982, y comenzamos a trabajar en base a eso. El montaje empezó en marzo, y la emergencia sanitaria nos sorprendió justo antes de inaugurar. Ello nos permitió mantener largas conversaciones telefónicas durante la pandemia. Nuestra intención en un primer momento era presentar los fragmentos del Tumi que recuperó la policía, conectándolo con los quiebres azarosos que se producen en el proceso de la cerámica. Me generaba mucha curiosidad pensar en los dos jóvenes que habían sido capaces de romper un Tumi de oro para cambiar sus fragmentos por un poco de droga. Eso me llevó a la imagen que sugiere un Tumi cubierto con un secador. Lo realicé en madera, colocándole encima una manta de cerámica. Al meter la pieza al horno, el Tumi de madera desaparece y solo queda su fantasma, su forma insinuada en el paño. Era una especie de sacrificio en el que desaparece la pieza original y permanece solo este manto que te remite a lo fantasmal.
Y, como tercer ícono presente, destaca la síntesis del Túpac Amaru popular en la simbología del régimen de Velasco. ¿Cómo llega a la muestra?
Es un aporte de Gustavo. La frazada original era una reliquia que él descubrió en Estados Unidos, y que tenía como parte de la colección de Micromuseo. Me la mostró y decidimos que sería una buena pieza para el proyecto. Esta pieza tiene una carga muy especial. Se realizó un tiraje muy corto, y al parecer ya no existen en el Perú. La realizaron los trabajadores de la fábrica Santa Catalina poco después de ser estatizada, como una forma de congraciarse con el gobierno militar.
Como advierte Gustavo Buntinx, uno de los aspectos más interesantes de la muestra es la forma en que sugieres los vínculos de la colcha popular con los mantos prehispánicos.
Enfrentar lo textil con lo cerámico es trabajar con dos de las grandes técnicas precolombinas. Es una especie de reivindicación de la cultura precolombina que se acerca a nuestra cama, a nuestro cotidiano.
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