En su papel de cronista de la vida urbana moderna, el francés Honoré Daumier captó los efectos de la industrialización de París a mediados del siglo XIX. Las imágenes de viajes en tren son frecuentes en su obra. En el cuadro que ilustra nuestra portada, “El vagón de tercera clase” (1862) el artista ilustra las privaciones sufridas por los viajeros de tren en un vagón de tercera. Sus contemporáneos apreciaron la universalidad del tema, su capacidad para ofrecer una visión de conjunto de la vida humana, con todas sus miserias e imperfecciones, alegrías, penas y vicisitudes, con la perspectiva de una resignación fatalista.
Lo mismo podría decirse del trabajo contemporáneo de Miguel Det, más allá que hable de microbuses en vez de trenes y del asfalto limeño en lugar de las vías férreas francesas. “La caída de Lima: La Peste”, título de la primera entrega de su novela gráfica pensada como una trilogía, es un notable cruce de referencias, sean plásticas hasta filosóficas, para acompañar el viaje casi lisérgico de un profesor de literatura antigua, experto en mitos griegos y del medio oriente, apellidado –irónicamente- Lima, en el trance de buscar a la mujer que ha perdido.
Quien siga el trabajo del notable historietista, sabe que su obra está marcada tanto por la poesía de Martín Adán, como por la estética del inquieto Huamán Poma. En esta nueva entrega, estas referencias son llevadas al extremo: Det piensa la ciudad como lo haría Martín Adán, y apela a la eterna errancia del cronista ayacuchano para recorrerla. “En principio, podríamos decir que esta es la historia de un viaje sentimental, sin dirección definida, a la deriva, que me sirve de excusa para una búsqueda dentro de la condición humana del protagonista”, explica el historietista.
En efecto, en cada hito de su recorrido, Lima –el personaje- armado con una botella de ron, se sumerge o eleva por diferentes niveles de conciencia, dependiendo del tema de su reflexión o su estado de ánimo. Para el lector sorprendido, su recorrido por la ciudad, en bus o a pie, está cruzado de reverberaciones, de sentidos compartidos, de imágenes, ideas filosóficas o antiguos cultos religiosos, que se cruzan para reforzarse o rechazarse. Atravesando un bosque simbólico, a medio camino entre el colgante jardín babilónico y la hipócrita “ciudad jardín” limeña, el protagonista de su historia intenta darle un sentido a diferentes momentos dispersos en su vida. “Como ‘El paraíso perdido’ de Milton, mi personaje intenta recuperar el paraíso, pero no está seguro cómo”, afirma.
Lima es el nombre de la ciudad, pero también del personaje protagonista. Curioso desdoblamiento…
Es parte de una búsqueda, un encontrar y un extraviar a un personaje cuya caída se corresponde también con la decadencia de la ciudad, en un sentido más amplio, político y social. “La Lima que se fue” por un lado y, por otro, el personaje que cae fruto de su propia tragedia, de su alcoholismo.
En tu libro te animas a parafrasear a Vargas Llosa, preguntándote cuándo se jodió Lima. ¿Cuál es tu respuesta?
Probablemente siempre haya estado jodida. Pero de allí viene de inmediato la repregunta: ¿cuándo me jodí yo? Precisamente la respuesta la descubre en ese mito sumerio sobre el que se ha basado toda la narrativa distópica: el relato arquetípico del héroe, de su caída y su resurrección. Pero al mismo tiempo el relato ocurre durante la pandemia, así que se podría decir que la caída es múltiple caída: la ciudad, el personaje, la peste. Es una erosión física pero también cultural.
Tu historia empieza con una mujer hablándole a su terapista. Y uno de los temas que abordan es la liberación de la culpa. Uno podría decir que, en “La caída de Lima”, las mujeres se empoderan y los hombres se desubican frente a los cambios…
Es correcta la lectura. No quería reducir estas relaciones a como suelen presentarlas otro tipo de cómics cuando trabajan personajes heroicos: El bueno y el malo, la víctima y el victimario, el que salva y el que condena. En esta historia no hay redentores, santos ni pecadores, pues no existe aquí la culpa. Son situaciones que se dan y que uno intenta contar de la mejor manera. Me interesó enfatizar en la mujer su capacidad para la sanación y el empoderamiento, pero también para la autodestrucción. No me podría permitir una visión maniquea de las cosas.
Creo que no hay mejor adjetivo para tu trabajo que “barroco”...
Exacto.
¿Cómo dialoga tu obra con la estética y el pensamiento barroco?
En verdad, hubiera preferido acercarme algo más al ideal clásico de Botticelli, a su claridad y limpieza. Alcanzar su trazo estilizado era mi intención cuando empecé como dibujante. Será por eso que siempre tuve interés en los prerrafaelistas. Sin embargo, no he encontrado otra manera para expresarme y referirme a la compleja realidad que mediante el barroco.
¿Uno quiere ser Botticelli y termina emulando a Caravaggio?
Por lo tenebrista, sí. Es lo que he acabado haciendo. En mi trabajo, la abundancia de líneas muestra una realidad compleja, pero al mismo tiempo la ocultan, echan sombras sobre ella. El plomizo cielo de Lima también parece corresponderse con ese encubrimiento programado. Lima puede ser tan ignota e ignara como ígnea (ríe). Tan presta a encenderse, pese a su humedad.
En tu obra gráfica, el microbús es el espacio ideal para un diálogo múltiple. Como sucede en “El Aleph” de Borges, uno puede encontrar allí todo el conocimiento.
Exacto. Allí encuentras todas las voces y todas las sangres revueltas, confluyendo, complementándose. Esas voces y presencias te sugieren contenidos que contextualizan la anécdota. Es algo que descubrí casualmente, sin proponérmelo. Como tampoco me propuse moverme alrededor de una mesa para tomar apuntes de las botellas de cerveza. Son cosas que aparecen como resultado de las conversaciones de bebedores, del aburrimiento por la repetición de los temas. Uno saca su libreta y tomas apuntes. El autobús es un lugar extraordinario no solo porque te ofrece modelos involuntarios, sino porque te permite probarte a ti mismo como dibujante, la rapidez de tu trazo, la paciencia que desarrollas desde que el auto empieza la marcha hasta cuando se detiene.
El microbús nos ha enseñado a los limeños a relacionarnos, a mantener una proximidad a la vez marcada por la violencia cotidiana...
Es la tensión entre lo colectivo y lo individual. Más que ser una comunidad, nos arranchamos los espacios, nos metemos el codo. Para mi narrativa, el microbús es un lugar importante, al cual vuelvo siempre.
¿Cuánto tiene “La caída de Lima” de relato personal, de tus propias rupturas, de tu recorrido de bares?
No podría dejar de ser así. Cuando me preguntan cómo se me ocurre dibujarme a mí bebiendo en la portada, lo tomo como una broma. Es público que soy muy dado al beber. No soy un alcohólico, me considero un bebedor duro. Eso me ha permitido experimentar la ralentización del tiempo propia de los bebedores duros. De pronto, te encuentras al margen de una vida que fluye muy rápidamente. Y la contemplas desde esa distancia, en su real magnitud.
Uno diría que la bebida haría difícil tomar esa distancia con lucidez.
Lo que ocurre es que antes se asumía que la alienación esta asociada con la demencia, solamente. Y en verdad, la alienación probablemente sea tan necesaria como la esperanza. Un bebedor se desentiende de estar preocupado y pendiente de lo que uno tiene que hacer. En ese momento hay un cierto tipo de alienación, una imaginería singular.
Me he enterado que te vas del país, ¿es verdad?
No en lo inmediato. Probablemente en un año. Vamos a ver cómo resulta. Tengo algunos proyectos en mente en Estados Unidos. Pero, al menos para mí, por mi temática y por mi estilo, no hay forma de dejar Lima. Probablemente radique largas temporadas acá y algunas más breves allá.
En tu novela gráfica hay una escena especialmente conmovedora. A Lima lo entrevistan en la televisión y al terminar, la conductora le dice a su productora: “Te he dicho que no me vuelvas a traer borrachos al set, aunque sea el próximo premio Nobel”. ¿Cuantos premios Nobel en el Perú se pierden por la falta de oportunidades?
Es tristísimo. Este tema de la mudanza a Estados Unidos me ha permitido conocer casos de gente muy capaz que tuvo que llevar todo su talento afuera, porque acá no encuentran un lugar para asegurarse una existencia mínima.
Un caso especial es el de los historietistas…
Y muy brillantes. Pienso en Martín López Lam, por ejemplo, que tuvo que irse a España. O Julio Ángel Carrión “Karry”, que ha ganado todos los premios imaginables, hasta en Irán y Kazajistán, pero aquí nadie lo conoce más allá del círculo de la Casa de la Literatura. El del historietista es un oficio muy exigente y silencioso, demanda soledad, aislamiento. Somos dados a cierta opacidad, también, cosa que tampoco ayuda.
EL DATO
Firma de libro
El miércoles 22 de diciembre, a partir de las 5 p.m., Miguel Det firmará ejemplares de “La caída de Lima: la peste” en la librería Ciudad Librera, en calle Plaza Bolívar 161, Pueblo Libre.
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