Cuando un poeta hace hablar a otro como parte de su búsqueda, llega a curiosos desenlaces. El escritor y editor Víctor Ruiz acaba de publicar "El fin de la poesía" (Paracaídas, 2015) que culmina con estos versos de T.S. Eliot: "el final de toda nuestra exploración/ será llegar al lugar del que partimos/ y conocer ese lugar por vez primera".
Ruiz sostiene que vivir algo es experimentarlo personalmente o hacer algo por uno mismo. "Nuestra identidad no es un sólido bloque de cemento, sino una sumatoria de eventos, una totalidad acumulativa y progresiva, no solo el río que fluye sino el mar en el que este río desemboca y crece", refiere. “Sobre el amor y la poesía te respondo con la misma cita de Hinostroza en ‘Consejero del lobo’: Digo que amamos porque sin duda volveremos a amar”.
–Vuelves al poema en prosa con este libro.
Se trata de un asunto visual; evidenciar que un verso es en alguna medida estructural, un enunciado, una oración. ¿Si en prosa se aprende a escribir una idea por cada oración, en poesía deberíamos lograr una imagen con cada verso? Me pregunté entonces cómo algunos poetas buscan hallar la palabra que haga sonar a las demás palabras –como decía Watanabe–. Algunos lo hacen apelando a una disposición antojadiza del texto, a elementos gráficos y al libre albedrío al momento de puntuar y usar las normas gramaticales. Inmediatamente surgió la otra interrogante: ¿por qué no hacer lo contrario y dejar solo la palabra desnuda, dispuesta allí para decir lo que intenta decir?
–La mitología y la historia están presentes en gran parte de los textos. ¿Son metáforas del final?
Estructuro mi mundo a partir de mitos fundantes, leyendas e historias mítico-religiosas. Y lo hago desde niño. Más que el final, estos dan cuenta de ciclos de agostamiento y regeneración, de enfermedad y curación. Repetición infinita de vida y muerte que puede ser leída como metáfora de la esperanza. Esta tiene dos formas de interpretarse: como posibilidad de que el ciclo de repetición se rompa para llevarnos a otro estado, de bienestar se supone, o como imposibilidad de renuncia, de abdicación de una vida que nos es impuesta como castigo y solo nos depara dolor y sufrimiento, que es el sentido que más me interesa.
–¿Te despides de la escritura poética con este libro?
Concibo la poesía como un estado. Ahora el medio en que canalizo dicho estado es la narrativa, quizá más adelante podría volver a ser la música o con algo de dinero el cine. Por eso no he experimentado un sentimiento de pérdida por dejar de escribir poemas. No siento que soy un ex poeta. El tema, la historia, la imagen, el hecho poético en sí, la epifanía, “eso que suena”, busca la forma que mejor dé cuenta de su paso por el campo visual del artista.
–¿Tus ajustes de cuentas son solo con el poeta José Watanabe?
El ajuste de cuentas es el que tengo hoy con el joven discípulo vanidoso y torpe que fui hace diez o quince años. Se trata de exorcismos públicos, como cuando ves tus fotos pasadas y te da pudor. La poesía me ha dado la posibilidad del encuentro con personas verdaderamente maravillosas.
–¿Qué bárbaros son los que celebras?
Lo que celebro es, para usar un término budista, la no acción. Aprendemos que toda acción, todo aquello que mueve nuestro interés, está profundamente impulsado por un ánimo egoísta, la búsqueda de un beneficio ulterior. La no acción implica quitarle esa direccionalidad y carga a lo que hacemos. Por ejemplo, piensa en un lugar que sufre de sequía por años y de pronto, en el peor momento, llueve. La gente interpretará eso como un milagro o la ayuda de alguna entidad mayúscula. Pero sabemos que la lluvia es la condensación de la nube. Sabemos que la nube no pensó que hacía el bien, o que en otros casos hace el mal, cuando se precipitó en lluvia. Solo cumplió su ciclo. No hay direccionalidad allí, solo un devenir.