Felipe Pinglo compuso 169 canciones mientras trabajaba como operario de imprenta o bracero en una fábrica de gas.
Felipe Pinglo compuso 169 canciones mientras trabajaba como operario de imprenta o bracero en una fábrica de gas.
Czar Gutiérrez

La noche cubre ya, con su negro crespón, el viejo solar de la calle El Prado de los Barrios Altos. María Florinda Alva había tenido un parto, ciertamente, complicado. Emilia Prefumo, la matrona, decidió un alumbramiento equívoco seguido de convulsiones. Siete días después le sobrevendría una eclampsia de necesidad mortal. Era la noche del 25 de julio de 1899 cuando la joven madre pidió ver a su bebe. “Cuánto me cuestas, hijo”, le dijo. Y luego cerró los ojos.


Entonces, el recién nacido –– sería confiado a los cuidados de Gregoria y Ventura, hermanas de su padre, en una Lima que cicatriza sus heridas de guerra entre corridas de toros, peleas de gallos, fuegos artificiales, carnavales, misas y paseos por Amancaes. Gallinazos en el cielo, pregoneros en la tierra. Curas, militares y doctores. Damas y caballeros de finos modales. Banquetes y foxtrot por un lado. Y por el otro, en los callejones de un solo caño, un destilado local del ‘waltz’ vienés.

—Trémulo y criollo—
Porque eso es el vals criollo, danza de compás terciario derivada probablemente del antiguo landler alemán. Pinglo es un escolar enjuto que contempla el panorama tocando su rondín. Su padre ha logrado juntar 21 soles para matricularlo en el colegio Guadalupe, pero él suele escaparse de casa para irse de jarana y refugiarse en un rinconcito.

Era flaco, pequeño y tímido. No bailaba, tocaba su rondín. Tenía buen oído, pero su voz estaba ‘rajada’. Veía a los jóvenes menearse al ritmo del ‘cake-walk’, el ‘one step’, el foxtrot. Veía con estupor cómo el tango nos estaba invadiendo. “No es posible que la música visitante desaloje a la música dueña de casa”, decía. Entonces decide cambiar el rumbo de la música criolla.

En 1917, cuando tiene 17 ,compone “Amelia”, su primer vals. Se casa con Hermelinda. Viven en un modesto callejón de la calle Penitencias. Le cantó al obrero, al canillita y al Alianza. Eran los años 20 y Lima se llenaba de cláxones, telégrafos, fonógrafos, radios y cines. Precisamente inspirado por la película “Ella noble y él plebeyo”, el 16 de mayo de 1934 compone su vals emblema.

Al final, su obra se parece mucho a eso que los puristas calificaron como falsificación folclórica, mixtura de ‘inca-step’, fox camel-trot y swing incaico. Pero fue así como dividió la música peruana en un antes y después.

—Dice así en su canción—
El joven enjuto de mirada perdida asombra también por su velocidad para improvisar versos y tararear melodías. Compone 169 títulos mientras trabaja como operario de imprenta, bracero en una fábrica de gas y relacionista de la dirección de tiro del Ejército. Tiene apenas 37 años y ya camina con bastón. Sufre de intensos dolores en su pierna izquierda. En 1936 es internado en el hospital Dos de Mayo. Las cafiaspirinas ya no le hacen efecto. Aun así concede su única entrevista, tiene esperanzas en la ciencia y el bisturí.

Los dolores no cesan y todo se complica: no puede respirar. “Alcánzame lápiz y papel, voy a escribir para ti mi última canción. Llevará tu nombre; y si muero, que Vilela o Espinel le pongan música”, le dice a su mujer. Y con asombrosa fluidez compone “Hermelinda”. Desahuciado, se retira a su casa. Un balón de gas lo conecta con la vida. Esa vida que decoró con el dulce bordonear de las vihuelas. Pinglo, inmune al lujo estrafalario de los derechos de autor, fue ese revulsivo que le cambió la cara. Siendo humano tuvo algo de divino: su sangre, aunque plebeya, aún tiñe de rojo.

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