Lizardo Cruzado. (Foto: Difusión)
Lizardo Cruzado. (Foto: Difusión)
José Carlos Yrigoyen

(Trujillo, 1975) ha vuelto. La espera fue larga: su primer –y hasta hace poco, único– libro de poemas, “Este es mi cuerpo”, ha cumplido casi un cuarto de siglo de haber sido publicado por primera vez. El impacto que provocó en el momento de su aparición fue considerable. La prensa y la crítica lo celebraron como la expresión más ácida, fresca y característica de aquellos años noventa en los que el coloquialismo callejero y la airada actitud juvenil marcaban la pauta. Pero a diferencia de tantos otros vates malditos, el discurso de Cruzado poseía la consistencia de lo auténtico.

El otrora niño terrible de nuestra lírica regresa –convertido en un respetable médico psiquiatra y docente universitario– con un nuevo libro cuyo título, “No he de volver a escribir”, ironiza sobre todos estos años de silencio que hicieron creer que el poeta se había irrevocablemente retirado de las lides literarias. En realidad, Cruzado nunca dejó de insistir en el arduo e ingrato oficio de tarjar versos, y ha compilado aquí el fruto de dos décadas de silencioso trabajo: un ingente número de poemas que, al igual que su debut, está signado por una pronunciada irregularidad.

La primera parte, “Libro de los días” es, por distancia, la más amplia del volumen y podría sopesarse como una dilatada prolongación del ciclo creativo inaugurado en el libro anterior. Los motivos de sus poemas son básicamente los mismos: el recuento cotidiano de un adolescente solitario y escéptico, las complejidades y tristezas de las relaciones paternofiliales y los violentos contrastes entre la anodina vida en una soleada ciudad de provincias y el convulso transcurrir dentro del laberinto de la monstruosa y sórdida capital. Mucho tiene el inconfundible sabor del chiste ya contado, pero también hay poemas –como “Padre”, “La primavera” o “El loco”– donde Cruzado demuestra que no ha perdido esa rara y acerada sensibilidad que, combinada con los acertados efectos verbales de quien es amo y señor de su propio lenguaje, alcanza notorias alturas expresivas. Lo mejor de este apartado es cuando el yo poético enuncia sus inquietudes y cuitas desde la nostalgia del hombre maduro que registra su deterioro físico –las menciones escatológicas son constantes y oscilan entre el lamento y la chanza–, mientras rememora la infancia que, visto de cerca, no es más que un mínimo y mediocre infierno.

Las dos siguientes secciones –“Libros de las horas” y “Libro de los años”– son el ansiado testimonio de la madurez de Lizardo Cruzado, traducida en una exploración hacia distintos derroteros. En el “Libro de las horas” abandona los asomos eielsonianos y cisnerianos para imbuirse en un juego de insólitas asociaciones que transforma las anécdotas y objetos ordinarios en agridulces epifanías que recuerdan los libros del período posconcretista de Ferreira Gullar. Esta búsqueda genera poemas de plástica textura e indomable imaginación, como es el caso del hermoso “Dos de la tarde”, uno de los más brillantes que Cruzado ha escrito nunca. En cuanto al “Libro de los años”, el afán innovador es mayor, pero también más desigual en los resultados, como suele pasar cuando nos disponemos a desbrozar un territorio desconocido. Mediante la forma de un poema-río (o poema acequia, como lo cataloga burlonamente) viajamos por un dislocado flujo de conciencia que asedia las dudas y hallazgos del artesano frente a su poema, “pasatiempo del tiempo y del destiempo”. Cruzado cierra así su libro, como quien retorna de una demorada y remota batalla: desvencijado, con cicatrices de guerra, pero con el honor a salvo. Bien por eso.

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