Jesse Thistle pasó más de una década viviendo entre las calles y la cárcel.
A pesar de esto, ha logrado convertirse en un experto en la cultura de sus ancestros indígenas canadienses, con la ayuda de su madre, de quien fue separado cuando era un niño pequeño.
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A veces, por la noche, sintiéndose humillado después de un día de mendicidad, Thistle caminaba hasta la fuente en la Colina del Parlamento de Ottawa.
Sentado en el borde del monumento, hundía las manos en el agua fría para pescar las monedas que los visitantes habían arrojado para tener suerte. Los policías de guardia siempre lo veían venir. Observaban cómo se metía puñados de monedas mojadas en los bolsillos y luego lo echaban del lugar.
Jesse tenía 32 años y había recaído recientemente en las drogas tras un periodo de rehabilitación. Había estado viviendo en las calles, intermitentemente, desde que sus abuelos lo echaron cuando tenía 19 años.
“Mi abuelo era disciplinado, de la vieja escuela. Creía en el trabajo, el trabajo realmente duro, y nos pegaba si hacíamos cosas malas. Él decía: ‘Si alguna vez te descubro consumiendo drogas, te echaré, es así de simple’, y lo decía en serio”, recuerda Jesse.
Así que el día que su abuela vio caer una bolsa de cocaína del bolsillo de Jesse, le dijeron que empacara sus cosas y se fuera.
“Era como si mi mundo se hubiera acabado. Pude ver en sus caras que les había roto el corazón”, dice.
La vida de Jesse había sido caótica desde el principio.
Su padre, Sonny, se había metido en problemas con la ley en Toronto y se había escapado al norte de Saskatchewan, donde conoció a una adolescente del grupo indígena Métis-Cree.
Su nombre era Blanche y dio a luz a tres hijos, uno tras otro: primero a Josh, Jerry y luego Jesse.
Sonny bebía y usaba heroína, y a menudo era violento, por lo que finalmente Blanche se escapó, llevándose a los niños con ella.
Durante un tiempo vivieron en Moose Jaw, durmiendo en camas -en lugar de sobre pilas de ropa sucia- y comiendo tres comidas al día.
Entonces, Sonny volvió a aparecer y le dijo a Blanche que tenía un apartamento y un trabajo en Toronto. Blanche estudiaba además de trabajar y él la convenció de que le dejara llevarse a los niños durante unos meses para darle un respiro.
Pero no había ningún trabajo nuevo y Sonny no había superado sus adicciones.
Desaparecía durante días, dejando a los niños, todos menores de seis años, solos en el apartamento.
Había poca comida cuando Sonny estaba allí y nada cuando no estaba. Les enseñó a los niños a mendigar, a robar en tiendas y a armarle cigarrillos recolectando tabaco de las colillas recogidas en las calles.
Pasaron unos meses antes de que un vecino alertara al Servicio de Protección Infantil. La policía vino y se llevó a los niños. Jesse ya tenía cuatro años. Él y sus hermanos nunca volverían a ver a su padre.
Después de un período en un orfanato y un hogar de acogida, fueron enviados a vivir con los padres de Sonny.
“Asumo que el Servicio de Protección Infantil nunca llamó a mi mamá porque en ese entonces se pensaba que las mujeres indígenas eran sucias, incapaces y negligentes en su rol como madres”, dice Jesse.
“Cuando los niños indígenas llegaban a manos del Servicio de Protección Infantil, la inclinación natural era ponerlos en hogares de blancos porque los blancos eran vistos como prósperos y responsables. Se lo conoció como el Scoopde los años 60: así se llevaron a miles y miles de niños indígenas. Fue algo endémico”.
El Scoop de los años 60
- A pesar de su nombre, el Scoopde los años 60 comenzó a fines de la década de 1950 y persistió durante más de 20 años.
- Cerca de 20.000 niños indígenas canadienses fueron sacados de sus hogares por agencias de bienestar infantil y colocados con familias no indígenas.
- Estos niños perdieron sus nombres, sus idiomas y su identidad cultural.
Los abuelos de Jesse le prohibieron a Blanche venir a ver a sus hijos durante algunos años y Jesse creció con poco conocimiento de su herencia Métis-Cree.
“Sabíamos que éramos ‘indios’ y mi hermano recuerda haber vivido en un tipi un verano en Saskatchewan”, dice Jesse.
“Al regresar, él le contó eso a todos los niños, y debo decirles que no hay manera más rápida de ser golpeado en la escuela primaria en Canadá que tener aspecto de nativo y decirle a los niños blancos que vivías en un tipi”, agrega.
Otras familias del vecindario se mostraron reacias a dejar que sus hijos jugaran con los hermanos y, en algún momento, Jesse decidió que su vida se haría más fácil si fingía ser italiano.
“Estaba negando quién era. Empecé a odiar mi herencia, a odiarme a mí mismo y a odiar a mi mamá porque no estaba cerca. Sentí que nos había abandonado”, señala.
En la escuela, Jesse siempre estaba peleando, no lograba avanzar debido a sus malas calificaciones y nunca aprendió a leer o practicar matemáticas correctamente. Luego se unió a una pandilla en la escuela secundaria y realmente comenzó a meterse en problemas.
“Bebíamos, estábamos de fiesta, íbamos a raves, consumíamos drogas y eso pronto se convirtió en mi identidad. Me perdía consumiendo MDMA, ketamina y metanfetamina durante tres, cuatro y cinco días seguidos”, dice Jesse.
Entonces, sus abuelos lo echaron.
Sin casa ni familia
Jesse tomó un aventón con un amigo hasta el otro lado del país: desde Toronto hasta Vancouver, donde su hermano Josh, ahora convertido en policía, lo dejó quedarse.
Tomaba prestada la placa de policía de Josh para evitar pagar en el transporte público y la usaba para recoger chicas (“Las chicas aman a la policía”) o para conseguir comida gratis en los restaurantes.
Pero el día que Josh regresó del trabajo y encontró a su hermano menor consumiendo drogas en la casa, Jesse tuvo que irse y esta vez no tenía a dónde ir. A la edad de 20 años, estaba sin hogar.
Jesse durmió durante cuatro meses en un automóvil estacionado junto al río Fraser en las afueras de Vancouver, rodeado de otras personas sin hogar, la mayoría de ellos también indígenas.
“Fue horrible. Me rompió el corazón ver a todos estos indígenas con problemas de adicción y a nadie le importaba”, dice.
Vendió todo lo que tenía aparte de la ropa que llevaba puesta pero aún estaba hambriento.
Después de regresar a Toronto, pasó del sofá a la parada del autobús y luego al refugio, mendigando para reunir suficiente dinero para comprar drogas e ir a raves. Y cuando un amigo le dio a probar crack, se enganchó desde la primera bocanada.
Denuncia por asesinato
Era la víspera de Año Nuevo de 1999. Jesse, que ahora tenía 23 años, había estado de fiesta toda la noche.
Al día siguiente fue a casa de un amigo. Había algunas personas que conocía vagamente y que le preguntaron si quería compartir un porro y si podía ayudarlas a encontrar un aventón para viajar al oeste.
Dijeron que le comprarían una pizza si encargaba una para ellos y que le darían una nueva camiseta a cambio de sus esfuerzos.
Pensando que este era el trabajo más fácil que había tenido, Jesse regresó vistiendo su nueva camiseta a la casa de su tío Ron, donde había estado durmiendo desde que le robaron todas sus pertenencias en el último albergue.
Jesse y Ron se sentaron a ver una película pero cuando una alerta de noticias de última hora apareció en la pantalla anunciando que un taxista había sido asesinado en el vecindario la noche anterior y describiendo a los dos sospechosos, jóvenes adolescentes o de unos veintipocos años, Jesse empezó a sentirse enfermo.
“Me habían dado la ropa con la que lo habían hecho. Estaban tratando de incriminarme en este asesinato que habían cometido. Así que me quedaban dos opciones: mantener la boca cerrada -ese es el código de las calles, no se delata a la gente-; o defender la justicia y hacer lo correcto”.
Jesse consideró escapar -”huir era mi forma de lidiar con la vida”- pero en cambio fue a la policía. Los dos hombres que habían tratado de incriminarlo fueron luego encarcelados por asesinato.
Pero se corrió la voz de que Jesse era un informante. “Y me convertí en un hombre muerto en vida”, dice.
Los viejos amigos no querían tener nada que ver con él, la gente lo atraía a lugares para tenderle una emboscada, alguien intentó apuñalarlo en un callejón y fue golpeado tan brutalmente con un bate de béisbol que apenas podía caminar.
“Siempre estaba huyendo, siempre temiendo por mi vida, siempre en alerta máxima. Lo llaman hipervigilancia: yo solo tenía que sobrevivir y saltar de un lugar a otro”, relata.
Desesperado, Jesse robó una gran cantidad de analgésicos de una farmacia y se los tragó todos antes de que pudiera pensarlo dos veces. Esto lo llevó a pasar un período en el hospital, pero no cambió su comportamiento.
Una noche, después de quedarse fuera sin poder abrir la puerta del apartamento de su hermano Jerry en Toronto, Jesse cayó tres pisos y medio al suelo mientras intentaba entrar por otras vías.
Sobrevivió y aterrizó de pie, pero su talón derecho se rompió, la articulación de su tobillo derecho quedó destruida y ambas muñecas quedaron rotas.
Los médicos no podían creer que Jesse no hubiera muerto. Pero sus verdaderos problemas comenzaron después de que le dieron de alta del hospital, cuando se produjo una infección.
Jesse estaba fumando crack para aliviar el dolor en la pierna, pero cuando los dedos de los pies comenzaron a ponerse negros y sus uñas comenzaron a caerse, se dio cuenta de que necesitaba ayuda.
“Mi pierna tenía la carne podrida, estaba comenzando a ponerse necrótica y estaba gangrenosa”, dice.
Recuerda vagamente que los médicos le dijeron que quizás le amputarían la pierna y que, si la infección se extendía al corazón o al cerebro, podría matarlo. En pánico, Jesse huyó.
“Quería esconderme del mundo y de mis adicciones, de todos los errores y de todas las personas a las que lastimé en el camino. Solo quería pudrirme y morir”, dice.
“Pensé, ‘¿Por qué no cometo un delito y voy a la cárcel? Estaré a salvo allí, tendré un lugar para descansar, acceso a alimentos y medicamentos’”, relata.
Así que robó una tienda de conveniencia pero en lugar de esperar a que lo arrestaran, como había planeado, saltó a un gran cubo de basura en la parte trasera de la tienda y se escondió.
“Estaba en el cubo de la basura, pensando: ‘Ni siquiera puedo robar una tienda correctamente’”, dice Jesse.
Más tarde descubrió que se había llevado menos de US$32 y después de algunas semanas de paranoia agravada por las drogas -imaginando que estaba a punto de ser arrestado en cualquier momento- se entregó.
“Lo hice. Soy el tipo que robó la tienda. Ahora enciérrenme y tiren la llave”, le dijo a la policía.
Una rehabilitación inusual
La prisión resultó un punto de inflexión impensado para Jesse.
Recibió la ayuda médica que necesitaba con tanta urgencia para su pierna, que rápidamente comenzó a mejorar.
Pero no había apoyo para salir de las drogas y el alcohol -a los que había sido adicto desde que era un adolescente- y pasó por una abstinencia “horrible, horrible”, que involucró convulsiones agonizantes en confinamiento solitario.
Sorprendentemente, la experiencia lo impulsó a reanudar su educación.
“Para combatir los antojos del crack, comencé a volver a aprender a leer y escribir correctamente”, dice.
Después de su liberación de la prisión, Jesse fue a rehabilitación para continuar con este trabajo, mientras también lidiaba con sus adicciones.
“Me quedaba despierto hasta tarde todas las noches mirando enciclopedias y mis calificaciones comenzaron a subir. Tomé cursos de etiqueta para volver a enseñarme cómo comer en una mesa y cuidar mi higiene, todas las cosas que había olvidado porque había estado a la deriva durante tanto tiempo. Me sentí bien conmigo mismo por primera vez en muchos, muchos años”, relata.
No fue sencillo. En un momento tuvo una recaída, regresó a las calles a mendigar y a tomar dinero de la fuente en la Colina del Parlamento.
Solo logró volver a la normalidad después de que lo sentenciaron a pasar un año en el mismo centro de rehabilitación.
Mientras estaba allí, recibió un correo electrónico extraño: decía que una mujer lo estaba buscando y había un número para llamar. Resultó ser su madre, a quien había visto solo en un puñado de ocasiones desde que dejó que Jesse y sus hermanos fueran con su padre a Toronto cuando eran pequeños.
Temblando y llorando, Jesse llamó a Blanche pero estaba tan abrumado que tuvo que colgar varias veces mientras hablaban.
“Estaba aterrorizado de ser rechazado y aterrorizado por el amor. Pero fue una conversación hermosa, fue como una lluvia que calma las praderas después de una larga sequía, eso es lo que se siente”, dice.
Luego llegaron más noticias familiares inesperadas, un mensaje de su abuela, el primer contacto que tuvo con ella desde que fue desterrado de la casa de sus abuelos años antes.
Se estaba muriendo y le pidió a Jesse que la visitara.
“Me dio un escarmiento. Me dijo, ‘Estoy realmente decepcionada de ti. Quiero que me hagas una promesa: sigue adelante con esta educación, ve a la universidad y llega tan lejos como puedas’”, recuerda.
Jesse juró que haría lo que le pidió su abuela. Él la instó a que se recuperara y se abrazaron antes de que Jesse regresara a rehabilitación. Dos semanas después ella murió.
De cortador de papas fritas a profesor universitario
El día después de la muerte de su abuela, Jesse recibió un mensaje de condolencia de una vieja amiga de la escuela de uno de sus hermanos.
“Creo que me enamoré de Lucie en ese momento solo porque era amable. Me emociono pensando en eso incluso ahora”, dice.
Jesse y Lucie empezaron a hablar a menudo, a veces durante horas por teléfono, y se hablaban por Skype con regularidad.
“Yo tenía esta pared con alrededor de 100 champús, jabones y limpiadores corporales diferentes que había colocado detrás de mí para demostrarle que estaba limpio y que podía cuidar de mí mismo. Estaba realmente inseguro por la vida que había vivido y quería impresionarla”, afirma.
Cuando Jesse finalmente dejó la rehabilitación en 2009, Lucie le dio a Jesse un lugar para quedarse y finalmente se convirtieron en pareja.
“Pensé que me había ganado la lotería. Solo era un chico de la calle, no sé qué vio en mí pero cuando alguien te ama y confía en ti de esa manera, solo quieres hacer tu mayor esfuerzo”, señala.
Lucie ayudó a Jesse a encontrar un trabajo en un restaurante, cortando papas fritas. “Me aseguré de ser el mejor cortador de papas fritas de toda la ciudad”, dice.
Dos años y medio después se casaron.
Jesse comenzó una licenciatura en Historia en la Universidad de York de Toronto ese mismo año, a los 35 años.
“Fue aterrador. Había traído un bolígrafo y una libreta de papel para tomar notas y miré a mi alrededor en la sala de conferencias y todos estos chicos tenían computadoras portátiles y teléfonos inteligentes”, dice.
“Recuerdo ser el viejo entre todos estos jóvenes que eran mucho más inteligentes que yo. Me senté al frente y nadie quería hablar conmigo”, indica.
En su segundo año, a Jesse se le asignó la tarea de investigar su historia familiar y se acercó a una de sus tías en Saskatchewan que había estado investigando mucho.
“Ella me envió su enlace a ancestry.com y vi que venía de una larga línea de jefes, líderes políticos y combatientes de la resistencia, y eso me llenó de tal orgullo que me estimuló a querer saber más y más. Sabía que la clave para volver a mí mismo estaba a través de esta tarea; puse mi corazón en ella”, señala.
Jesse escribió sobre sus antepasados Métis y lo que sucedió en la Batalla de Batoche durante la Rebelión del Noroeste de 1885, una violenta insurgencia de cinco meses en la que sus antepasados lucharon contra el gobierno canadiense, porque creían que sus derechos, su tierra y su supervivencia como pueblo individual estaba amenazada.
La asignación de Jesse le fue enviada a un profesor, un experto en historia indígena, quien inmediatamente lo contrató como su asistente de investigación.
Jesse fue enviado en avión de regreso a Saskatchewan para volver a conectarse con su madre y sus tías en 2013.
Tenía 37 años y esta era solo la cuarta vez que veía a su madre desde que lo separaron de ella con solo tres años y medio o cuatro años de edad.
“Fue como un hermoso regreso a casa”, dice.
Al llegar al lugar donde su familia Métis se había establecido 150 años antes, primero en tiendas de campaña y luego en cabañas de troncos, Jesse cayó de rodillas.
“Todos esos recuerdos vinieron rápidamente de quién era yo y quién era nuestra gente; y eso me llenó en todos los sentidos”.
Pronto, la investigación de Jesse estaba ganando premios. Se graduó como el mejor estudiante de su facultad y desde entonces ha obtenido dos becas de doctorado.
Ya casi ha terminado de redactar su doctorado y ahora enseña historia indígena como profesor asistente en la Universidad de York.
“Recibo a muchos jóvenes indígenas que vienen a mi salón de clases en busca de una conexión con su ascendencia. Les ayudo a entender quiénes fueron sus antepasados y por qué sus familias terminaron donde están. Es hermoso ver a la gente conocer su historia”, dice.
Y Jesse ahora contrata a su madre, Blanche -cuyo padre era un cazador “que cazaba, recogía bayas y pescaba”- como su propia asistente de investigación.
“Ella conoce a la comunidad desde adentro, sabe quiénes son los ancianos y las historias que necesito escuchar”, señala Jesse.
“No creo que tendría ese acceso sin ella. Es genial porque podemos superar nuestra relación rota como hijo y madre; no siempre es fácil, pero es hermoso. Estamos felices de estar en la compañía del otro. y yo digo que nuestra metodología de investigación se basa en el amor “, apunta.
Aunque Jesse no es religioso, cree que su abuela de alguna manera le trajo a Lucie, como un salvavidas, para ayudarlo a comenzar de nuevo.
A menudo piensa en los hombres que intentaron incriminarlo en el asesinato del taxista y se preocupa por su posible represalia. En el fondo, lamenta lo sucedido pero dice que lo pusieron en una posición en la que tuvo que protegerse. Ha vivido una buena vida y si vienen por él ahora, “es lo que es”.
Jesse aún lucha con el legado de sus adicciones.
“Todavía fantaseo con consumir crack, nunca desaparece. Solo tengo que aprender a manejarlo. Utilizo un truco. Digo: ‘sí, quiero una piedra grande y bonita hoy, pero ¿sabes qué? La usaré mañana’. Y luego, cuando llegue mañana, lo diré de nuevo. Puedo manejar este escenario de un mañana que nunca llega; lo he estado haciendo durante 12 años, pero el infinito sin la droga es demasiado para manejar “, asegura.
Mientras tanto, más de una década después de su caída, el dolor en su pie derecho le recuerda todos los días que tiene suerte de estar vivo.
Ahora tiene pareja y trabajo. Ha restablecido la relación con su madre y ha vuelto a conectar con sus raíces. Pero todavía falta una cosa importante.
Desde que tiene memoria, Jesse siempre ha esperado que su padre, Sonny Thistle, regresara a su vida. Pero un encuentro casual hace algunos años con un anciano lo puso en duda.
Al preguntarle sobre su padre, el hombre respondió: “¿Nadie te lo dijo, hijo? Cualquiera que sea el problema del que tu papá estaba huyendo, la gente que lo buscaba lo encontró. Lo mataron en 1982”.
Jesse llevó la noticia a la policía y denunció oficialmente la desaparición de su padre.
“Hay algunos registros hospitalarios de él en 1982. Está su archivo de la policía y detalles de dónde estuvo encarcelado. Eso es todo. Simplemente se evapora en el aire, desaparece”, señala.
Jesse sabía que su padre traficaba drogas y que estafaba a la gente antes de huir a la siguiente ciudad.
Señala que si le haces eso a alguien involucrado en el crimen organizado, entonces te usan para dar un ejemplo para que nadie más se atreva a hacerlo. “Eso es lo que hacen, eso es parte del negocio”, dice.
Pero si bien fue devastador saber que su padre podría estar muerto, fue reconfortante pensar que había una razón por la que nunca había estado en contacto.
“¿Qué mejor excusa para que un padre no regrese a casa que estar muerto?”, dice Jesse.
Sin embargo, no ha perdido toda esperanza de que su padre todavía esté vivo.
“Existe la posibilidad de que alguien en algún lugar sepa algo, así que todavía lo estamos buscando”, indica.
“Una parte de mí no quiere aceptar que se haya ido”, asegura.
Todas las imágenes son cortesía de Jesse Thistle, a menos que se indique lo contrario.
Jesse Thistle es el autor de un libro de memorias titulado From the Ashes (“Desde las cenizas”).
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