Huyen de guerras, de persecuciones por su etnia o religión, de la pobreza extrema, pero, a diferencia de otros compañeros de ruta migratoria por América Latina en su camino hacia Estados Unidos, los extracontinentales no hablan el idioma y carecen de la protección del grupo, están solos.
Bajo Chiquito es el primer poblado indígena que se encuentran los migrantes tras días de caminata por la selva del Darién, la frontera natural entre Colombia y Panamá, donde deben atravesar ríos crecidos y trochas de barro, y enfrentar el riesgo de ataques de animales y la amenaza constante de los bandidos.
A su llegada a la aldea, exhaustos, deben hacer cola para registrarse ante las autoridades panameñas. Son más de un millar diarios. En su mayoría son venezolanos, ecuatorianos, haitianos, pero entre ellos hay también ciudadanos de la República Democrática del Congo, Nepal, la India o Sudán.
“Mohamed”, dice un joven sudanés señalando su documento de identidad. Pero las autoridades migratorias dicen que no sirve, que no lo entienden al estar escrito en árabe. Entonces dice en inglés: “Tengo...” y mueve las manos como si sostuviera un volante, girándolo de un lado a otro. Es su licencia de conducir, en la que aparece su nombre en alfabeto latino. “Sí”, le dicen, eso sí. Y le dan luz verde para abandonar la fila.
Sudán está en guerra desde hace más de un año y alrededor de 15.000 personas han muerto, más de 8,6 millones han tenido que dejar sus hogares y otros 18 millones están a las puertas de la hambruna, según Naciones Unidas.
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En 2023, un año de récord histórico de llegadas a Panamá a través del tapón del Darién, de los más de 520.000 migrantes que cruzaron la selva, un 81 % procedían de América del Sur, encabezados por unos 328.000 venezolanos, después un 9 % de antillanos, un 8 % de asiáticos y un 2 % de africanos, entre ellos 450 sudaneses.
Liesbeth Schockaert, jefa de Ayuda Humanitaria de la Unión Europea para Centroamérica y México, subraya las “vulnerabilidades específicas” de esos migrantes sin “la protección de un grupo”.
“Si solo sois cinco de una nacionalidad ya eres mucho más vulnerable (...) No hay suficiente comida, no hay suficientes servicios, no hablas el idioma, no estás en tu comunidad. No es como en otros campos de refugiados que son dos mil personas de la misma comunidad que han tenido que huir”, explica a EFE Schockaert.
Para esta trabajadora humanitaria de la Unión Europea, que colabora en la región con la Federación Internacional de Sociedades de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja (IFRC), un factor “sumamente difícil en estos contextos” es el idioma, además de tratarse de “gente de culturas sumamente diferentes”.
Centros de acogida desbordados
Después de llegar a Bajo Chiquito, a la mañana siguiente, los migrantes pagan un pasaje en las canoas, que descienden durante horas el río Tuquesa hasta llegar al Centro de Recepción Migratoria (CRM) de Lajas Blancas, un albergue instalado por las autoridades panameñas con el apoyo de organismos humanitarios.
Un grupo de 15 indios baja de las canoas y hace fila en la orilla, una vez más, para que las fuerzas de seguridad les registren las mochilas y les permitan entrar en el albergue.
“Ni idea qué país es este, ¿Panamá?”, dice uno en hindi.
Muchos de estos migrantes de la India son sij y se quejan de que su religión es un problema en un país de mayoría hindú.
Este grupo hizo varias escalas en avión hasta llegar a Brasil y desde allí inició su camino hacia el norte. En el Darién siete bandidos les robaron sus escasas pertenencias y tienen hambre.
El centro de Lajas Blancas es una gran explanada con áreas para acampar, algunas cabañas, zonas de aseo y un espacio coordinado por la Cruz Roja, “el único actor local que ahora mismo tiene presencia en el Darién en respuesta a la crisis migratoria”, donde proporcionan “agua segura”, asistencia médica, recarga de móviles o la posibilidad de hacer llamadas internacionales, explica a EFE el presidente de la Cruz Roja panameña, Elías Solís.
En 2023, detalla, la Cruz Roja produjo 29,7 millones de litros de agua segura, más de 20.200 curaciones, 2.000 atenciones de primeros auxilios, 24.500 atenciones materno infantiles y más de 33.000 llamadas internacionales para que los migrantes pudieran comunicarse con familiares y amigos.
Restablecimiento de contacto familiar
En el puesto de llamadas, dos trabajadoras van conectando a los migrantes con sus familiares, como el angolano Jordao Yamba, de 39 años, que llamó para solicitar dinero a su familia para poder seguir el viaje, pero por ahora no ha tenido suerte.
“Si mucha gente supiera que el camino es así de difícil, creo que muchos no vendrían, pero como la vida es difícil tienen que seguir adelante”, explica Yamba a EFE en portugués. Yamba inició la ruta desde Brasil, donde llevaba siete años viviendo, pero allí el salario era “muy malo”.
En “la selva”, dice, uno quiere desistir, no avanzar más. “¿Pero qué vas a hacer, quedarte en la selva? Te duelen las piernas, tu cuerpo, tienes hambre, estás sin fuerza”. La gente lloraba. Por fortuna, precisa, viajaba solo, así que caminó “rápido, para salir” en tres días.
Muy cerca está el nepalí Ngwang Gelje Lama, que espera en el área médica a que le atiendan por una erupción en el hombro. “Me gusta mucho este lugar. Hay buena comida (...), agua”, dice a EFE en un renqueante inglés.
Voló desde Katmandú hace 45 días y, tras varias escalas, llegó a Brasil. En Nepal trabajaba de guía de senderismo, pero no ganaba lo suficiente para alimentar a su familia. En América, afirma, lo ha pasado mal, con etapas sin comer ni beber durante “tres días”, a lo que suman las dificultades del idioma.