(©PAZ ZÁRATE / EDICIONES EL PAÍS, SL., 2014)
Paz Zárate es analista de Oxford Analytica. @pyz30
Hace un mes, 43 estudiantes mexicanos que aspiraban a ser profesores rurales y que organizaban una protesta, desaparecieron en el municipio de Iguala, estado de Guerrero, apenas a doscientos kilómetros de distancia de la capital del país. La noticia ha motivado masivas protestas —algunas muy violentas— en todo México y ante sus representaciones diplomáticas en el exterior. Buena parte de la prensa internacional ha tratado este crimen como un durísimo golpe —uno más de muchos— del narcotráfico. Un nuevo brote de una enfermedad endémica.
En cierto modo, los crímenes que han acontecido en Iguala, que han sido seguidos por numerosos descubrimientos de fosas comunes donde brotan decenas de restos humanos mutilados y deshollejados, ignotos hasta hoy, ya no constituyen un evento extraordinario. Desapariciones por aquí, fosas comunes por allá, decapitaciones y secuestros se han vuelto rutina en México. Lo que es inusual esta vez es la reacción de la sociedad civil. Iguala le ha dado una vía para rebelarse ante el terror diario, para expresar el hartazgo ante un dolor sofocado, una sed de justicia sin saciar que era una bomba de tiempo. Un estallido previsible para una población saturada por la criminalidad, que no solo viene de los carteles, y que hace bastante tiempo han ampliado el giro a actividades criminales lucrativas que van mucho más allá del narcotráfico. Es la crisis de un gobierno frente a un pueblo frustrado ante instituciones que no reflejan un mínimo Estado de derecho.
En efecto, un mes antes de los hechos de Iguala, el 21 de agosto, el gobierno mexicano reconoció oficialmente un total de 22.322 desapariciones desde el año 2006, de los cuales el 44% han tenido lugar durante la actual administración del presidente Enrique Peña Nieto, que comenzó en diciembre de 2012. Organizaciones de derechos humanos como Amnistía Internacional han dicho que el número real de desaparecidos probablemente excede las cifras oficiales debido a que la poca fe ciudadana en el sistema judicial y en las fuerzas de orden hace que estos eventos ni siquiera se reporten. Amnistía también subrayó entonces que el número de desapariciones forzadas - que implican la participación de los funcionarios del Estado - es desconocido. Estudios indican que la mayor parte de la población atribuye estas desapariciones al Estado y no al crimen organizado.
Días después, el 29 de Agosto, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos emitió un comunicado que establecía que la situación de las personas desaparecidas de México alcanza niveles críticos. La organización llamó entonces a México, como Estado parte de la Convención Internacional para la Protección de Todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas, a emitir nueva legislación sobre las personas desaparecidas y reconocer la competencia del Comité de la ONU sobre Desapariciones Forzadas.
El 4 de Septiembre, otro reporte de Amnistía Internacional consignó que la tortura en México se ha masificado entre los agentes del Estado hasta el punto de estar “fuera de control”, ya que tan solo en la última década, las denuncias por este delito han aumentado en un 600%. El reporte indica que se necesitan medidas urgentes para poner fin al uso persistente y generalizado de la tortura por parte de la policía y las fuerzas armadas.
A fines de septiembre, casi coincidiendo con los hechos en Iguala, la encuesta nacional sobre victimización y percepción sobre seguridad pública del Instituto Nacional de Estadísticas mexicano arrojó cifras extraordinarias para un país miembro de la OCDE, el club de los países desarrollados. El número estimado de personas que sufrió un secuestro aumentó notablemente en el último año, de 94.438 en 2012 a 123.470 en 2013. Solo el 10% de todos los delitos son reportados a las autoridades, debido a la falta de confianza en la policía. De todos los delitos, 94% ni siquiera son investigados.
Iguala es, entonces, la punta de un iceberg que concentra el horror que los mexicanos han debido soportar a diario. La situación hace años dejó de ser problema de lucha contra el narco y arrastra al Estado, implicado en desapariciones forzadas y torturas a niveles críticos, en un ambiente de impunidad casi absoluta y corrupción de agentes del Estado que no cumplen su papel de proteger a sus conciudadanos ¿Puede esperarse que una sociedad relativamente moderna, en uno de los países más ricos de América Latina, soporte en silencio una falta de cumplimiento de funciones estatales mínimas? La indignación ya existía –pero este grito doloroso de México, antes de Iguala, era inaudible.
Los precedentes internacionales indican que violaciones de este calibre necesitan soluciones de magnitudes proporcionales a la herida causada. Bien lo sabemos en otros países de la región: las consecuencias de las violaciones a los derechos humanos traspasan generaciones, y lidiar con ellas requiere destinar recursos por largos años. Se necesitan reformas legislativas para cumplir con los estándares internacionales que obligan al país; comisiones y tribunales a los cuales se les proveen mandatos especiales y medios materiales para entregar justicia; establecida una verdad, un liderazgo que asuma públicamente las responsabilidades del Estado en los hechos; reparación a las familias de las decenas de miles de víctimas, que exceden largamente el caso Iguala; y una reforma a la policía y a las fuerzas armadas que incluya recursos que los hagan menos proclives a la corrupción y una educación que instaure el respeto a los derechos humanos. En todo este proceso, se necesita el respaldo y acompañamiento de la comunidad internacional. Finalmente, a la luz de la verdad que emerge de este proceso, la actual estrategia de seguridad de México, tendrá que ser reevaluada.
El grito que emerge de Iguala, el clamor angustioso que hoy resuena en todo México contra la barbarie, no se acallará hasta entonces.