El 2 de octubre del 2018 en el consulado de Arabia Saudita en Estambul fue cruelmente asesinado, con una inyección letal y posteriormente descuartizado, el periodista Jamal Khashoggi, a la sazón columnista de “The Washington Post”, medio en el que no escatimaba críticas contra Mohammed Bin Salman (MBS), el malévolo príncipe reinante de esa monarquía absolutista y teocrática, que constituye uno de los principales aliados de Estados Unidos e Israel en Medio Oriente.
La minuciosidad con la que se cometió el crimen a manos de agentes de inteligencia de Riad -que conocían que el hombre de prensa tenía cita en el consulado para recoger unos documentos necesarios para contraer matrimonio- no dejan dudas sobre la autoría del crimen. MBS estaba obsesionado con eliminar a Khashoggi, que le malograba con sus acuciosos artículos la lavada de cara que el príncipe quería darle al Reino del Desierto para atraer inversionistas.
► Las “escalofriantes” grabaciones secretas del asesinato del periodista Jamal Khashoggi
►Un año después de su asesinato y descuartizamiento el caso de Jamal Khashoggi sigue impune
El 23 de diciembre pasado el fiscal general, tras un proceso a puertas cerradas y en el que los acusados permanecieron en el anonimato, anunció que cinco ciudadanos saudíes fueron condenados a muerte por el execrable crimen y que otros seis recibirán penas de hasta veinte años.
Contra la opinión de la relatoría de la ONU, de la propia CIA -que recibió las grabaciones de lo que sucedió exactamente en el consulado- y de Turquía, que había pedido la extradición de 18 saudíes, la sentencia excluyó de toda responsabilidad a Mohammed Bin Salman y a su círculo cercano. “Hemos determinado que el asesinato no fue premeditado”, señala el comunicado de la Corte de Justicia, cuyo veredicto pretende limpiar de culpa a MBS, pero que de ninguna manera otorga justicia a Khashoggi, cuyo cuerpo no ha sido encontrado todavía.
Los cinco países del Consejo de Seguridad tuvieron acceso al proceso, pero ninguno ha soltado prenda sobre lo que sucedió en la corte. Londres tibiamente pidió que todos los responsables del asesinato rindan cuentas, mientras que Washington elogió “el paso importante” dado por Riad, y aunque pidió más transparencia, nadie osó mencionar que ese juicio es un escándalo, pues no responde a ningún estándar internacional de justicia.
Poco importa, los negocios están primero. MBS -que lanzará próximamente en bolsa a Aramco, la empresa paraestatal saudí que refina diariamente 5 millones 400 mil barriles de petróleo y ostenta el récord de las mayores emisiones de CO2 desde 1965- sigue enviando mensajes de apertura social, como el de permitir que las mujeres conduzcan autos o vayan al estadio, mientras que acrecienta la represión contra sus opositores. El asesinato de Khashoggi es una clara amenaza contra sus rivales, no importa donde se encuentren.
Y así, sin ningún pudor, desde el 1 de diciembre, Arabia Saudita asumió la presidencia del G20 para el 2020 y realizará, el 21 y 22 de noviembre próximo, la Cumbre del grupo en Riad, donde los principales líderes mundiales alternarán y harán jugosos negocios con aquel príncipe que nunca podrá librarse del estigma de llevar las manos manchadas de sangre.