Sungju Lee nació en Pyongyang, la capital de Corea del Norte y de niño soñaba con seguir los pasos de su padre y unirse al Ejército del Pueblo para defender los ideales comunistas de su país.
Pero sus sueños se le hicieron trizas pronto.
Lee era el hijo único de un matrimonio acomodado, gracias al trabajo de su padre, un militar de la custodia personal del entonces líder Kim Il-sung.
Pero, cuando tenía 11 años, su padre cometió "un error político" y fue echado de la capital y desterrado al norte del país.
"Mi papá me dijo que nos íbamos de vacaciones. Allí donde llegamos vi niños de mi edad mendigando, que nunca había visto antes. Le pregunté '¿estamos en Corea del Norte?' Porque a mí me habían dicho que Corea del Norte era el mejor país del mundo", relató Lee a la BBC.
La familia se mudó a Gyeong-seong, una población marcado por la pobreza y la hambruna.
"Cuando vimos la casa donde íbamos a vivir… No había electricidad y la habitación estaba helada, era pleno invierno. Al día siguiente vi a mi mamá llorando en la cocina. 'No hay nada de comer', me dijo".
Hambre y muerte
El horror que estaba por vivir todavía no podía imaginarlo un niño de su edad arrancado de la comodidad de su hogar en Pyongyang.
"Mi mamá me llevó a la escuela y, al llegar, el director anunció que íbamos a visitar un lugar de ejecuciones públicas. Le pregunté a uno de mis compañeros si era verdad y me dijo que sí. Nadie mostraba ninguna emoción, nada de nada".
Él, en cambio, estaba en shock. Les tocó marchar hacia la plaza de ejecución, donde divisó unos postes y un prisionero que estaba a punto de ser amarrado. Un oficial de policía anunció que el hombre había robado cobre de una fábrica, lo que era considerado alta traición.
Grupos de activistas fuera del país han denunciado la práctica de ejecuciones públicas del régimen norcoreano (aquí, una performance de protesta simula una ejecución). (Foto: AFP)
Un segundo prisionero, una mujer, había tratado de escapar del país, la habían atrapado unos policías chinos y la habían mandado de regreso.
"Tres verdugos, cada uno disparó tres balas a cada prisionero. Bang, bang, bang. Corría la sangre, se les veía el orificio de bala en la frente. Yo pensé que iba a vomitar. Esa fue mi primera experiencia".
Pero estaría lejos de ser la última.
"Lo vi tantas veces, presencié tantas ejecuciones", recuerda Sungju, en diálogo con el programa Outlook de la BBC.
Dos veces abandonado
Un día de 1998, su padre le dijo que iría a China en busca de comida. Solo eso, un viaje para traer provisiones.
"'¿Sabes qué? Yo he visto ejecuciones públicas de gente que se fue a China, irse a China es alta traición', le dije. Estaba muy molesto y preocupado".
El padre le habló francamente: no hay opción, le dijo, "o nos morimos aquí o trato de ir a conseguir comida". Prometió volver en siete días y traerle una torta de arroz, las preferidas de Sungju.
Nunca regresó. Tres meses más tarde, también su madre abandonó el hogar. Se fue una noche mientras el niño dormía y le dejó una carta: Hijo, hay un tazón de avena en la cocina, voy por comida y me demoro una semana.
Tampoco volvió y el menor abandonado comenzó a albergar sentimientos de odio y resentimiento hacia sus padres.
"Son tan irresponsables, pensaba. Simplemente se fueron y me dejaron. Lo había perdido todo. No tenía qué comer, solo agua y puñados de sal durante cuatro días".
Su cuerpo estaba hinchado, apenas podía moverse y casi no podía ver. Con gran esfuerzo logró caminar hasta la casa de un amigo, cuyos padres habían muerto de inanición.
"Mi amigo era ladrón, un carterista. Y era muy bueno en lo que hacía. Me llevó a los mercados y me dijo 'aquí puedes hacer lo que quieras'".
"Todavía me acuerdo de esa conversación: '¿Quieres morirte?', me preguntó. Le dije que no. 'Entonces tienes que salir a robar'".
Aprendió de él los gajes del oficio, pero empezó a pensar que estaría más seguro si salía a robar un grupo. Venía el invierno y estar solo en las calles no era buena idea.
"Pensé que una pandilla nos daría seguridad. Nos podíamos proteger el uno al otro. Nos juntamos siete y ellos se volvieron mis hermanos".
Todos tenían alrededor de 13 años. Dormían en una estación de trenes, donde las condiciones eran horribles pero al menos había calefacción.
Robar y seguir, robar y salir
Sungju Lee dice que él y su pandilla solo podían quedarse en un mismo lugar por dos o tres meses, luego debían mudarse a donde no los reconocieran.
Todos juntos se subían a un tren y viajaban a un pueblo distinto. Cuando llegaban, por lo general ya había otra pandilla en control del territorio.
Los mercados, como este en Pyongyang, eran territorio en disputa entre pandillas. (Foto: AFP)
Como líder, a él le tocaba enfrentarse al pandillero rival para ganarse el derecho a robar en el mercado local.
"Perdí la primera pelea, la segunda, la tercera… Pero en algún momento algo me hizo clic, solo pensaba en que tenía que proteger a mis hermanos. Saqué fuerza y poder mental que no sabía que tenía".
Así, pelear y robar se convirtió en una rutina de vida. Una rutina que se cobró la vida de varios miembros de la pandilla.
"Se supone que hay un código y entre pandillas no se usan armas, pero algunos las usan igual. Nosotros no sabíamos. Uno de mis hermanos quedó sangrando en una pelea y no parecía realmente grave, pero al día siguiente había muerto. Yo estaba aterrorizado... no pude ni llorar".
Un año después, los descubrieron robando papas en una granja estatal. Uno de los guardias de seguridad golpeó a su mejor amigo en el cuello, tan fuerte que lo mató.
"Llegó a decirme que si veía a sus padres no les dijera que había muerto. Esas fueron sus últimas palabras".
Sungju se encargó de su entierro y lloró como nunca antes. También decidió cambiar de vida.
"Vámonos de regreso a nuestro pueblo, le dije a la pandilla. Para entonces teníamos 16 años".
Una visita inesperada
Al regresar a Gyeong-seong, en el 2002, tuvo un golpe de suerte: se reencontró de casualidad con su abuelo en la estación y se mudó a vivir con él.
Un día, un extraño llegó a la casa con una carta.
"Lo había mandado mi padre. De inmediato pensé que mi padre había muerto, porque si no para qué iba a enviar a un mensajero en lugar de venir él mismo. Pero en la carta me decía que vivía en China, que estaba muy bien y que fuera a verlo con mi madre".
Su primera reacción, sin embargo, fue de enojo: "Quería pegarle", reconoce el hijo. "Le dije a mi abuelo que iría a China a pegarle y luego volvería".
Pero viajar a China no era misión fácil. Llegó hasta la frontera en compañía del mensajero, que se encargó de sobornar a un soldado que vigilaba el cruce.
"Cruzamos un río y caminamos cuatro horas entre montañas hasta que llegamos finalmente a una casa. Allí había otro hombre que me sacó una foto y me hizo un pasaporte falso de Corea del Sur. Yo no tenía opción, ya era un inmigrante ilegal en China y tenía que aceptar lo que ellos me ofrecieran".
Lo llevaron al aeropuerto y lo pusieron en un vuelo que él pensó lo llevaría a otra parte de China. Pero en realidad el avión lo dejó en Corea del Sur, donde de inmediato detectaron el pasaporte falso.
"Me capturaron. Me metieron en una habitación para interrogarme. Les dije que era norcoreano y quedaron sorprendidos. Me preguntaron si sabía dónde estaba y les dije que sí, que en China. 'Esto es Corea del Sur', me respondieron".
Nueva casa, Corea del Sur
Sungju Lee entró en pánico. Se arrodilló frente a los policías y les pidió que lo mandaran de vuelta a su país natal.
"En Corea del Norte nos lavaban el cerebro, diciendo que si te agarraban en Corea del Sur primero te trataban bien y te daban buena comida para sacarte información, pero luego te mataban".
A los cinco días, el joven confesó el nombre de su padre. El oficial hizo una búsqueda en su base de datos y lo encontró: vivía en Corea del Sur.
"Me había tenido que mentir diciendo que vivía en China porque si me hubiera dicho que estaba en Corea del Sur, yo no me habría arriesgado a viajar", reveló.
Lo llevaron a su encuentro y apenas lo vio de espaldas supo que era su padre.
"No podía moverme. Sentí una energía increíble. Mi padre se dio vuelta, me vio y me abrazó y lloramos juntos. Yo creía que iba a querer pegarle…", se ríe.
Lo único que le dijo es que lo había extrañado mucho. Y que no sabía dónde estaba su madre: todavía no lo sabe, más de diez años años después.
"Por supuesto que tuve que perdonarlo, es mi padre", dice el joven, que se quedó viviendo y estudiando en Corea del Sur.
Ahora con 28 años, Sungju Lee ha sido becario en el congreso de Canadá, ha estudiado en Londres con una beca Chevening y trabaja en un programa de ayuda a desertores norcoreanos que quedan atrapados en China porque no pueden costear su viaje más allá.
Algunos de los recuerdos de sus días más duros decidió volcarlos en un libro, titulado Every Falling Star (Cada estrella fugaz), destinado a un público joven que normalmente no se interesa por la realidad política norcoreana.
"Al principio no quería compartir mi historia con la gente. Me mentía a mí mismo porque estaba escondiendo quién era. Cuando empecé a compartirla, entendí que era una manera de sanar".
Lo hizo, además, como una manera de rastrear a su madre: aunque ella no sabe inglés y no podría leer su autobiografía, Sungju espera que alguien le cuente la historia y pueda reconocer en ella al hijo al que no ha visto en casi dos décadas.