Yang solo ha hablado cara a cara con el vendedor de verduras desde que, dos semanas atrás, regresara a Beijing. Tampoco es exacto: los separan las máscaras, sin las cuales se prohíbe la entrada al mercado. Trabaja desde su departamento y se comunica con sus colegas de una multinacional farmacéutica a través del WeChat (el WhatsApp chino) y videoconferencias. Su paquidérmico edificio de oficinas sigue cerrado desde que un infectado por coronavirus lo mencionó en la reconstrucción de sus pasos.
“La idea de meterme en una oficina con decenas de personas me aterra. En casa me aburro, pero me siento segura. Tengo comida y aún me quedan 20 máscaras”, relata por teléfono la joven treintañera.
Beijing no es en estos días la ciudad más alegre del mundo. El frío invernal, la contaminación y el coronavirus confabulan contra el nervio de la capital de la segunda economía mundial. La ciudad se despierta con pesadez de la siesta del Año Nuevo chino, con mucha gente trabajando desde casa o regresando de la oficina sin escalas. Solo las autoridades y las industrias más sensibles retomaron la actividad tras el final oficial de las vacaciones y los centros educativos no abrirán hasta marzo.
En Beijing, con 20 millones de habitantes, solo se han registrado unos cientos de contagios y dos muertos, pero el ambiente es el de una plaga bíblica. El miedo está arrasando el sector del ocio. Todos los estrenos cinematográficos de las últimas semanas han sido pospuestos y el puñado de restaurantes que se atreven a abrir están semivacíos. Las últimas normativas prohíben servir mesas de más de cuatro comensales para minimizar el riesgo de contagio.
En un centro comercial de Guomao, el distrito financiero, solo aguanta un restaurante al que se llega tras superar seis desoladoras plantas de negocios con las persianas bajadas. Esta noche han servido a una quincena de clientes, explica su encargado. “Nosotros somos fuertes y podemos aguantar, pero esta crisis se va a llevar por delante muchos negocios. Los extranjeros intentamos hacer una vida normal pero los chinos no salen de casa. La mayoría de nuestra clientela era local, pero ahora solo entran extranjeros”, añade.
Xia Jie carece de huéspedes en su coqueto y céntrico hostal situado en los hutongs, esos barrios de calles estrechas y casas bajas. “¿Quién quiere venir aquí ahora? Tampoco yo me sentiría cómoda con un trajín de viajeros”, lamenta. Pasa las horas haciendo yoga en el jardín mientras espera que la llegada del calor mitigue la epidemia. La baja densidad de población protege a los hutongs del virus: no ha habido más que una decena de contagios en el distrito de Dongcheng, mientras que Chaoyang o Haidian, donde se juntan los arrogantes edificios de viviendas del desarrollismo, acumulan centenares.
El gobierno incentiva un regreso escalonado al trabajo con el que pretende a la vez insuflarle aire a la economía y blindarse del contagio. Los vagones de metro y autobuses sin apenas viajeros sugieren que la población prioriza la segunda.
Indignación en la red
La calma en las calles contrasta con el frenesí en las redes sociales, una de las pocas formas de ocio durante la reclusión monacal autoimpuesta. El Partido Comunista permitió en las primeras semanas de la crisis una inusual libertad y por Internet circularon sin freno videos que desnudaban las carencias en Wuhan, epicentro del coronavirus: hospitales desbordados, cadáveres en bolsas, médicos exhaustos… La temperatura hervía cuando se conoció la muerte del doctor Li Wenliang, quien había sido reprendido por la policía tras alertar de un extraño virus a finales de diciembre.
Y llegó la explosión: los chinos volcaron en Internet toda su indignación y rabia acumulada contra la gestión calamitosa de las autoridades provinciales, adoptaron al doctor como bandera de la libertad de expresión y colocaron a Beijing frente a una crisis social y política que se solapaba con la sanitaria.
El episodio sugería una colisión inminente entre una sociedad que exige mayor libertad de expresión y un Gobierno que acababa de comprobar los riesgos de concederla incluso en dosis controladas. Pero no es probable que esas reclamaciones sobrevivan al recuerdo de Li porque muchos chinos comparten la preocupación por la estabilidad social y asocian la libertad de expresión al caos. El doctor Li ya forma parte del santoral popular pero es dudoso que catalice la revolución que muchos expertos occidentales vaticinan hoy.