A mediados de este año, el analista político salvadoreño Luis Alvarado visitó Soyapango, municipio que hoy vive cercado por diez mil militares. Por orden del presidente Nayib Bukele, nadie puede entrar ni salir sin ser identificado por las fuerzas del orden que buscan día y noche a los miembros de las huestes de la Mara Salvatrucha y Barrio 18. “La gente me recomendaba que no saliera de noche, solo de día, que si me pedían dinero en la calle lo diera sin decir nada. No hay duda de que el lugar le pertenece a esas organizaciones”.
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Para Alvarado, la nueva estrategia de Bukele -que consiste en establecer cercos en las ciudades, una “operación contra los criminales”- es su forma de conseguir el apoyo del país y mostrar el progreso en sus medidas de seguridad. En ese contexto es que Soyapango, que se encuentra a 12 kilómetros de San Salvador y es considerado como uno de los más pobres y peligrosos del país, fue intervenido. La medida, sin embargo, no ha estado exenta de cuestionamientos. “No hay duda de que los salvadoreños están contentos al ver que el panorama del crimen está cambiando. Pero, al mismo tiempo, reconocen que los logros se consiguen sacrificando los derechos humanos y la Constitución del país”.
Tal como se recuerda, en El Salvador rige el estado de excepción desde marzo de este año y, como era de temer, diversas organizaciones han advertido de abusos cometidos por el Gobierno de Bukele. Al respecto, Juan Pappier, director asociado en funciones de Human Rights Watch en su División de las Américas, sostiene: “Estamos hablando de detenciones arbitrarias masivas, desapariciones forzadas, torturas y malos tratos cometidas por las fuerzas de seguridad de un gobierno, que en el nombre de la seguridad pública está desmantelando la democracia y cualquier garantía de vigencia de los derechos humanos”.
Alvarado agrega que, si bien a corto plazo el Gobierno está “tranquilizando las calles”, en el mediano y largo, las consecuencias complicarán al país. “Especialmente en lo que respecta a la imagen, cómo nos tratan diplomáticamente y en lo relacionado a la ayuda económica mundial que podríamos dejar de percibir”.
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Pactar con el diablo
En mayo de este año se conoció el acuerdo secreto entre Nayib Bukele y la pandilla MS-13. Según el portal “El Faro”, a cambio de que el Gobierno no se metiera en sus asuntos, las maras reducirían los asesinatos a civiles. Así fue que las cifras de homicidios disminuyeron notablemente. Pero cuando el pacto se rompió -por una supuesta “traición” del mandatario-, la situación se volvió a desbordar. De allí que Bukele quiera ahora cercar los feudos de las pandillas.
“Toda esa polémica se escondió debajo de la alfombra. Pero aunque las personas entienden que hay acuerdos y un vínculo nebuloso entre Bukele y las maras, las aceptan. Al final del día, el ciudadano común prefiere que haya corrupción siempre y cuando exista seguridad”, anota Alvarado.

La lógica es simple y, a la vez, terrible: si se hacen obras, si se ayuda a los niños y se consigue que las familias tengan una vida más segura, no hay inconvenientes con las negociaciones turbias, y se acepta la mano dura y que se falte a los DD.HH. “Este es un nuevo golpe contra la democracia. Entendemos que el presidente quiere modificar la Constitución para quedarse en el poder y que ya alineó a su gente en puestos de liderazgo para mantener una cuasidictadura en el país”.
Mientras tanto, las repercusiones del estado de excepción son palpables. El especialista concluye: “Si fuiste un pandillero y estás tatuado, te van a encarcelar sin derecho a juicio. De igual forma, las oenegés no pueden trabajar con un exmara porque luego se les acusa de terroristas. Es decir que, por tratar de brindar algún tipo de alivio a los disidentes, puedes ser detenido y encarcelado”.
Por el momento, el Gobierno se jacta de haber arrestado a más de 140 pandilleros en Soyapango y de que el municipio “ya es totalmente del Estado”. Y, tal como lo recoge la BBC, “los vecindarios que han soportado años de extorsión y violencia a manos de las brutales maras MS-13 y Barrio 18 pasan por un período de calma antes desconocido”. Sin embargo, en medio de esa lucha, hay inocentes que sufren porque el mismo régimen no respeta sus derechos y los condena a un “limbo legal” del que no pueden escapar. Justos pagan por pecadores.