La historia es cruelmente irónica. Poco después de que la idea del republicanismo hubiera alcanzado su plena madurez en la Primera República de Polonia, se produjo una ruptura y nuestra patria desapareció del mapa mundial.
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La Ley de Gobierno del 3 de mayo de 1791 fue promulgada “en un momento que nos devolvía a nosotros mismos”, como podemos leer en el Preámbulo que precede a la Constitución. En la turbulenta época de las particiones, nuestros antepasados se enfrentaron a la cuestión de su propia identidad. La respuesta que dieron no ha perdido actualidad en doscientos treinta años. Incluso ahora, en el siglo XXI, define quiénes somos.
Al fin y al cabo, no estamos ni al este de Occidente ni al oeste de Oriente. Polonia está justo en el corazón de Europa. No estamos ni en la imaginaria Europa del Este de los filósofos franceses ni en la Mitteleuropa de los ministros alemanes. Tenemos una identidad propia que se ha ido desarrollando durante mil años. Los autores de la Constitución del 3 de mayo, nuestros padres fundadores, eran conocedores de esto al combinar el pensamiento político original de la Ilustración con tradiciones firmemente arraigadas en nuestra cultura política desde hacía varios cientos de años.
La democracia es un sistema formado por personas libres. Su historia en Polonia se remonta al siglo XV. Al igual que Inglaterra tuvo la Gran Carta de las Libertades (1215) y el Habeas Corpus (1679), en Polonia existió el principio de Neminem captivabimus (1433). Estas leyes reconocían libertades que, en aquella época, no se conocían en ningún otro lugar. Polonia no es una “democracia joven”, sino una de las democracias más antiguas de la Europa moderna, una hermana mayor, y no una hija, de otras democracias europeas. La Primera República de Polonia reavivó las tradiciones republicanas nacidas en la antigua Roma.
El 3 de mayo de 1791, Polonia se convirtió en la cuna del constitucionalismo en la Europa continental. A finales del siglo XVIII era una isla de libertad, rodeada por un mar de absolutismo. Sus agitadas olas alcanzaron su apogeo durante los totalitarismos del siglo XX, que se cobraron un sangriento tributo. Tanto el totalitarismo como el absolutismo han sido siempre ajenos a nuestra cultura política.
Si con el Bautismo de Polonia nos convertimos en una nación, el 3 de mayo de 1791 lo hicimos en el sentido moderno de esta palabra. La Constitución aprobada ese día no es solo un acto jurídico, un documento histórico, sino también la prueba de nuestra identidad. Esta identidad se basa en tres fundamentos: el derecho, la libertad y el cristianismo. Queremos subordinar nuestra vida colectiva de hoy y de mañana a estos mismos valores.
La Constitución del 3 de mayo es la fuente primordial tanto del posterior acto de independencia como de la idea de la que nació “Solidaridad”. El polaco es ante todo un hombre libre. Incluso en la época en la que nuestros antepasados perdieron su libertad exterior, en el fondo de sus corazones conservaron su libertad interior. Así ocurrió durante las particiones. Así ocurrió también más tarde, cuando la ominosa sombra del telón de acero se cernió sobre nuestra patria. La conciencia de la propia identidad polaca y, por tanto, europea, hizo que el modelo de homo sovieticus continuara siendo ajeno a la inmensa mayoría de los polacos.
En la historia de Polonia, el año 1791 fue un annus mirabilis, un año milagroso que inició una “revolución legal”, posible únicamente en nuestra patria. Una revolución que surgió del Sejm, no de un sangriento golpe político, una guerra civil o un regicidio. Podemos estar orgullosos de nuestra historia. No es solo una narración de un pasado lejano, sino una obligación moral que nos une para siempre.
Además de reforzar los fundamentos del estado y de la ley, la Constitución del 3 de mayo protegía la libertad individual. Hizo una clara distinción entre libertad y arbitrariedad o anarquía, cuyo símbolo se convirtió en el liberum veto en el último siglo de existencia de la Primera República de Polonia. Únicamente un estado fuerte puede garantizar la libertad de sus ciudadanos. Por tanto, no hay libertad sin responsabilidad por el propio estado.
La Ley de Gobierno del 3 de mayo dividió el poder público en legislativo, ejecutivo y judicial. El principio del poder tripartito, postulado por Charles Montesquieu y John Locke, fue complementado por los autores de la Constitución con el principio de la soberanía del pueblo, que establece que “toda autoridad de la sociedad humana tiene su origen en la voluntad del pueblo”. La autoridad que no sirve al pueblo pierde su legitimidad. Esto se aplica tanto a los poderes legislativo y ejecutivo como al judicial. Se trata de una lección importante que nos enseña la historia.
Si bien es cierto que la Constitución del 3 de mayo no abolió la servidumbre, allanó el camino para la emancipación del pueblo. Uno de sus artículos ya otorga a los chłopi (campesinos sin derecho a propiedades) el tratamiento de włościanie (campesinos con derecho a propiedades), dejando de lado el concepto de “servidumbre”. Al mismo tiempo, garantiza que cualquier persona, “en cuanto pise suelo polaco, es completamente libre de utilizar su propia industria como y donde quiera”. Fue un momento decisivo en nuestra historia. Hasta ahora, la nación era sinónimo de nobleza. A finales del siglo XVIII se redefinió la identidad polaca. Cualquiera que amara a Polonia y estuviera dispuesto a vivir por ella, independientemente de su origen social o étnico, podía convertirse en polaco. Por lo tanto, el patriotismo polaco no tiene nada en común con el nacionalismo alemán, que adoptó su forma más monstruosa en el Tercer Reich.
La Constitución del 3 de mayo también confirmó la libertad religiosa de la que podían disfrutar los ciudadanos de la Primera República de Polonia. A finales del siglo XVI, Polonia ya se había convertido en un oasis de libertad religiosa en Europa. La democracia es tan valiosa porque es el único sistema en el que una persona es un ciudadano y no un siervo. Recordemos que la idea de la dignidad de la persona y de su libertad nace de las raíces cristianas de nuestra civilización. No podemos olvidar los valores que nos transmite el Evangelio. De lo contrario, palabras como “democracia” y “constitución” perderán su significado, convirtiéndose en eslóganes vacíos que encontrarán falsos defensores. Esto es también lo que nos enseñan los padres fundadores polacos.
No pasó mucho tiempo antes de que nuestra historia perdiera su continuidad y Polonia dejara de existir. Uno de los lemas que circulaban por Varsovia en vísperas de la gloriosa revolución del 3 de mayo era: “si la nobleza es el ennoblecimiento de una nación, hagamos que toda la nación sea noble”. De hecho, este lema expresaba el audaz sueño del sufragio universal, por el que lucharían sociedades de todo el mundo en los siglos XIX y XX. Polonia estaba en la vanguardia de la libertad. Sin embargo, este sueño polaco se vio bruscamente interrumpido por los poderes absolutistas que crecían en fuerza en el este y el oeste.
El 24 de febrero del año pasado, nos recordó que la libertad no se obtiene para siempre. “El precio de la libertad es su eterna vigilancia”, dijo Thomas Jefferson, uno de los padres fundadores de Estados Unidos. Lo que está en juego en la guerra que tiene lugar más allá de la frontera oriental de nuestra patria no es solo nuestra libertad, sino también nuestra identidad. La cuestión de si seguiremos siendo polacos cuando pasen los próximos doscientos treinta o incluso mil años.
El destino de la Constitución del 3 de mayo nos enseña otra lección más. Solo un Estado nación, y no una federación supranacional, puede ser garante fiable de la libertad de sus ciudadanos. Cuando Polonia desapareció del mapa, perdimos nuestra libertad y solo la recuperamos con la independencia. ¿Qué sería de Europa sin las naciones que la componen? Europa solo existirá si sobreviven sus naciones. Solo como comunidad de Estados nación solidarios y respetuosos de sus peculiaridades, la Unión Europea conservará la fuerza política y moral necesaria para hacer frente al imperialismo de Rusia y sus “zares rojos”. Y nos esperan otros retos. El equilibrio de poderes en el mundo podría cambiar ante nuestros ojos. Especialmente en tiempos tan turbulentos, debemos forjar nuestro propio futuro de forma consciente y responsable.
Este es precisamente el legado de la Constitución del 3 de mayo que nunca debemos olvidar.
Texto publicado conjuntamente con la revista mensual polaca “Wszystko co najważniejsze” como parte de un proyecto histórico con el Instituto de la Memoria Nacional y la Fundación Nacional Polaca.
* Mateusz Morawiecki es el primer ministro de la República de Polonia. Fue miembro del equipo que negoció las condiciones de adhesión de Polonia a la Unión Europea. Licenciado en Historia por la Universidad de Wrocław, licenciado en Administración de Empresas por la Universidad Politécnica de Wrocław y la Central Connecticut State University.
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