La tierra Yanomami es un horizonte infinito de selva virgen, pero desde el cielo son visibles las heridas abiertas por la fiebre del oro. (EFE/Joédson Alves).
Yanomami
Redacción EC

Alto Alegre. [EFE]. La tierra Yanomami es un horizonte infinito de selva virgen, pero desde el cielo son visibles las heridas abiertas por la fiebre del oro. Los mineros ilegales se han esparcido por el mayor territorio indígena de y sus habitantes temen ahora un “espiral de conflictos” y violencia.

La preocupación es latente en algunas de las remotas aldeas que se extienden por todo la reserva, una vasta y frondosa región fronteriza con Venezuela y donde viven más de 28.000 indígenas de las etnias Yanomami y Yekuana en una superficie similar a la de Portugal.

Los Yanomami estiman que hay más 20.000 mineros ilegales en este territorio enclavado en el corazón de la selva amazónica, aunque el Gobierno del presidente Jair Bolsonaro rebaja esa cifra a unos 3.500.

Su presencia, más allá de los números, se ha convertido en un sinónimo de violencia, prostitución, enfermedad, deforestación y contaminación, explica a Efe Dario Kopenawa, vicepresidente de Hutukara Associação Yanomami (HAY) e hijo del chamán Davi Kopenawa, uno de los líderes más importantes indígenas del país.

“Estamos muy preocupados por los garimpos (minas ilegales) porque están contaminado nuestros ríos y trayendo enfermedades”, denuncia a EFE Eduardo Yekuana, que a sus 67 años es uno los líderes de la aldea Waikás, a orillas del río Uraricoera.

A algunos kilómetros de distancia de esta remota aldea donde habitan unos 300 indígenas yekuana funciona un garimpo llamado “Tatuazão”, el cual se ha convertido en una pequeña villa ilegal situada en el mayor bosque tropical del planeta.

De acuerdo con los relatos, el coronavirus pudo haber llegado a la aldea después de que un joven de la aldea se infectase tras mantener contacto con los mineros ilegales, los mismos que según los indígenas han contaminado sus ríos de mercurio y contribuido a la proliferación de viejas y nuevas enfermedades, como la malaria y el coronavirus.

Temor a un nuevo “ciclo de violencia”

La minería ilegal ya dejó marcas profundas en la tierra Yanomami a comienzos de la década de los 90, cuando sucedió la llamada “Matanza de Haximu”.

Los mineros ilegales asesinaron entonces a 16 Yanomami, en un caso que la Justicia reconoció como el primer genocidio en la historia de Brasil.

Los Yanomami temen ahora un nuevo “ciclo de violencia” en la gigantesca reserva en la Amazonía luego de que un grupo de “garimpeiros” asesinase a dos indios de la comunidad Xaruna, ubicada en la frontera con Venezuela junto a un afluente del río Uraricoera.

Fotografía de indígenas yanomamis e integrantes de una brigada médica del ejército brasileño el 30 de junio de 2020 en Alto Alegre (Brasil). (EFE/Joédson Alves).
Fotografía de indígenas yanomamis e integrantes de una brigada médica del ejército brasileño el 30 de junio de 2020 en Alto Alegre (Brasil). (EFE/Joédson Alves).

No obstante, el ministro de Defensa de Brasil, Fernando Azevedo e Silva, quien recientemente visitó la tierra Yanomami durante una misión militar, afirmó que la muerte de dos indígenas a manos de garimpeiros fue un “hecho aislado”.

En medio de la presión nacional e internacional, el Gobierno del presidente Jair Bolsonaro, defensor de la explotación de la Amazonía, se comprometió recientemente a reabrir cuatro bases de explotación etnoambiental -que funcionan como puestos de fiscalización- y a estudiar la retirada de los garimpeiros, aunque sin precisar cómo.

Surucucu; más allá del garimpo y la COVID-19

A cientos de kilómetros de distancia de Waikás, en la región de Surucucu, no hay señales de “garimpo”. Tampoco de COVID-19, aunque todos han escuchado hablar de esta desconocida enfermedad a la que llaman de “xawara”.

El principal flagelo de los habitantes de esta comunidad es la malnutrición. Los Yanomami viven de la caza, la pesca, actividades para las que usan las flechas, y de un todavía incipiente cultivo que no siempre es suficiente para atender las necesidades de una comunidad cuyas costumbres parecen haberse detenido en el tiempo.

“No hay río, solo riachuelo. No hay peces grandes. Hay hambre”, asegura a Efe Joao, nombre que este indígena de 53 años adoptó del “hombre blanco”.

El mismo problema relata Ribamar, quien al igual que muchos de sus “parientes” sufre diarrea debido a la contaminación del agua.

En mi casa hay enfermedad, hay diarrea. El agua está sucia”, asegura desde la base que las Fuerzas Armadas tienen en Surucucu, llamado así por la histórica y temida presencia de una de las serpientes más venenosas de Sudamérica.

Hasta allí, se ha desplazó una veintena de militares y profesionales de la salud en el marco de una misión interministerial para reforzar la atención médica y trasladar material sanitario, como mascarillas, las cuales la mayoría de los indígenas vieron y usaron por primera vez con cierto recelo.

Pese a que el objetivo de la misión es el combate a la COVID-19, los indígenas aguardaron con ansía la distribución de las cestas básicas de alimentos como aceite, sal, leche en polvo o maíz, una de sus principales demandas.

La escasez de comida, cuenta a EFE uno de los agentes de salud que trabaja en la región, ha deteriorado la salud de los pueblos originarios de Surucucu, la mayoría de los cuales padece de diarrea, dolor de cabeza y de dientes, y se ha convertido en una de las principales causas de conflictos internos.

“No hay medicación que sirva sin alimentación”, advierte.

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