“Eso en lugar de estar mejorando, está empeorando”, dice Oscar Duarte, un exguerillero colombiano, cuando le pregunto si las razones por las cuales se enfiló en la insurgencia cuando era niño siguen vigentes.
De 32 años, Duarte fue uno de los 13.000 soldados de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) que firmaron un acuerdo de paz con el Estado el 26 de septiembre de 2016, hace ahora cinco años.
“Yo ya soy un hombre de paz —añade, con el sonido de una gallina detrás—, pero la paz sí se puede decir que fracasó, ¿sí?, porque el Estado no le dio las garantías a los campesinos para, digamos, sembrar plátano en vez de coca”, afirma a BBC Mundo.
El excombatiente habla desde San José del Guaviare, una pequeña ciudad que fue bastión guerrillero y ahora acoge a una gran cantidad de desmovilizados.
“Hoy la pasamos súper poderoso”, señala Duarte, que trabaja como escolta en una institución estatal. “Estamos bien, con nuestras familias que dejamos abandonadas por tanto tiempo”.
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Duarte, también conocido por su nombre de guerra, Cristian, ahora es padre y está casado con Kelly Patricia, una exguerrillera que conoció durante el conflicto.
“En la guerra se hacía todo lo que se hace en el campo”, dice él. “Se consigue novia, se toma, se baila, se hace la misma vida que en la ciudad, pero en la selva, con normas y con un fusil al hombro prácticamente todo el tiempo”, relata.
La historia de cómo se conocieron y se enamoraron fue convertida en un documental, “Amor rebelde”, del director Alejandro Bernal, que se estrena en octubre.
Duarte explica que, incluso ahora, cinco años después de haberse desmovilizado, la mayor parte de su vida fue en guerra, debido a que su entrada a las FARC se dio cuando tenía 12 años.
“Yo a la guerrilla no entré por obligación, entré a conciencia, pero también es cierto que tampoco tuve otra opción, porque si no entraba, me iban a matar y si me salía, también”, explica.
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19.000 niños
El reclutamiento de menores fue una faceta central del conflicto armado que el Estado colombiano libró contra movimientos insurgentes durante 60 años.
Un estudio publicado recientemente por el Instituto de Ciencia Política Hernán Echavarría Olózaga concluyó que el reclutamiento de niños, niñas y adolescentes fue “una práctica sistemática” que buscaba ensanchar los ejércitos de la guerra, sobre todo de las FARC.
Al menos 13.000 menores fueron reclutados durante el conflicto, dice el informe, y la mayoría de ellos cuando tenían menos de 15 años, que es el límite establecido por los protocolos de derecho internacional para declarar el reclutamiento de jóvenes un delito de lesa humanidad.
“Muchos menores de edad ingresamos a conciencia, la mayoría. Pero hubo otros (niños) que no les quedó otra opción porque les mataban a los padres”, asegura Duarte.
En su caso, entró a la guerrilla por una razón clara: el paramilitarismo, el ejército contrainsurgente que, según datos oficiales, generó más muertes que cualquier otro grupo armado en Colombia.
“La gente joven tenía dos opciones para que los paramilitares no los mataran: o seguían sus ordenes o se escapaban y se unían a la guerrilla; no había de otra”, asegura.
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La Jurisdicción Especial para la Paz, una corte de justicia transicional producto del acuerdo de paz, ha dicho que investiga casi 19.000 casos de reclutamiento forzado de menores durante el conflicto.
Ni en sus momentos de mayor apogeo las FARC tuvieron un número similar de soldados activos.
¿Pero acaso las guerrillas no imponían también sus lógicas al igual que los paramilitares?, le pregunto.
Y responde: “Las normas de la guerrilla eran no robar, no fumar marihuana, no entrar en vicios, pero cuando entran los paramilitares, ya ellos no van a hacer lo mismo, porque ellos llegaron a presionar, a tildar a la gente de guerrillera, a imponer la bota militar, a crear el terror”.
“Y eso —justifica— nos obligó a las juventudes a buscar las armas”.
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La vida precaria del campo
Duarte nació en la Vereda de la Cumbre, una zona remota en las faldas de la cordillera oriental de Colombia, en el departamento del Meta. Sus padres vivían del campo, en especial de la recolección de café.
“La vida y la educación en el campo es muy dura”, señala. Para ir al colegio, me cuenta, tenía que desplazarse durante tres o cuatro horas al día.
“Lo que recuerdo es que mi niñez fue ayudar por ahí en la finca y hacer bulla (ruido) y hacer desorden por ahí”, añade.
Y en ese contexto de amenaza paramilitar y vida precaria en el campo, “no falta el amigo que viene y le dice a uno que ‘camine para la guerrilla’, y me fui”.
Después de unirse a las FARC, perdió contacto con sus padres durante 15 años. Si los llamaba, si les dejaba saber que estaba vivo, existía la posibilidad de que los paramilitares tomaran represalias contra ellos.
“Yo me quedé en la guerrilla no porque creyera que íbamos a tomarnos el poder, sino porque tenía el miedo de que yo los comprometiera a ellos (su familia)”, explica.
Y añade: “Muchos otros (niños) llegaban (a la guerrilla) porque no tenían con quién estar, porque se sentían solos, y porque en el campo hay unas necesidades muy grandes”.
Duarte sigue pensando que la desigualdad, la exclusión y la corrupción, es decir, las razones por las cuales tenía simpatía con el discurso marxista, siguen siendo una razón para luchar contra el Estado.
Pero con el tiempo aprendió que la guerra no era una solución para eso, dice, “porque se llegó a un término de demasiadas muertes”.
“Caí en la cuenta de que la guerra la viven los campesinos, los pobres del ejército y los pobres de la guerrilla, mientras que los ricos estaban allá sentados en su oficina riéndose”, acota.
“Los pobres nos estábamos matando entre nosotros, y eso sí que no tiene sentido”.
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