“Mi nombre es Luis Alfonso Beltrán Franco, estuve en el ejército 28 años y medio, y 14 años y 29 días privado de la libertad”, así se presenta el sargento mayor (R) Beltrán, uno de los sobrevivientes de la toma de El Billar, la emboscada que la otrora guerrilla de las Farc hizo en 1998 en una zona de Caquetá y que, según la Comisión de la Verdad, dejó 61 soldados muertos, 19 heridos y 43 secuestrados.
Si bien esta toma guerrillera ocurrió durante varios días de finales de febrero e inicios de marzo, para el sargento Beltrán la historia comenzó seis meses antes y terminó 5.139 días después, en 2012, cuando fue liberado de su secuestro.
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Así inició el ataque
El silencio propio de la densa vegetación del Caquetá se vio interrumpido por los sonidos de la guerra; gritos, explosiones, disparos e insultos empezaron a sonar de manera casi ininterrumpida por cinco días desde el 28 de febrero de 1998: soldados del batallón antiguerrilla número 52 se enfrentaban a la numerosa columna móvil Teófilo Forero de las Farc.
”Llevábamos patrullando el área ya varios meses, seis. Dos días antes tuvimos combates con la guerrilla de las Farc y el día anterior nos emboscó un escuadrón y nos asesinaron un soldado y nos hirieron a otro”, cuenta Beltrán, que con lucidez y profundo detalle recuerda las horas antes del 1.° de marzo, tiempo que transcurrió en un combate continuo entre una guerrilla de unos 1.500 hombres contra un batallón de 150 soldados que, con pocas municiones, energía y varios de ellos poco entrenamiento, respondían al fuego.
En medio de la lluvia de balas, los soldados, entre los que se encontraba el sargento mayor Beltrán dirigiendo su escuadra de 10 hombres, pidieron auxilio aéreo para que recogieran al soldado herido y al que habían matado, pero, debido a la densa y frondosa vegetación de la zona de combate, los uniformados tuvieron que improvisar horas más tarde un helipuerto en un claro que había cerca de la quebrada de El Billar. La ayuda llegaría a las 4 p. m. y traería consigo la preciada comida que empezaba a escasear entre los soldados en terreno.
”Solo llegó un helicóptero acompañado con otro escolta, recogieron al soldado herido y al soldado fallecido y nos dejaron de a tres raciones a cada uno”, narra el sargento, quien explica que una ración (“una lechera, un azúcar, como un pancito y un puré”) era la comida de un día de combate que suplía la necesidad mientras llegaban los víveres.
Les pidieron que se quedaran en el claro, la única vía de salida aérea en medio del espesor de la vegetación, cuidando la zona para que el helicóptero que llegaría el 1.° de marzo, y que traía las raciones completas, pudiera aterrizar sin problema.
El helicóptero nunca llegó.
”Nos quedamos ahí, nos dijeron que el 2 de marzo llegaban los abastecimientos, pero tampoco nos apoyaron. A las cuatro de la tarde el comandante de la compañía le dice al comandante de mi contraguerrilla que ya no había apoyo aéreo para dejar víveres, entonces que mandara a un puesto de escucha. Yo escogí a dos soldados y salimos”, cuenta de manera exacta el uniformado. Calcula que tan solo 25 minutos después comenzó un nuevo combate con la guerrilla.
En medio del intercambio del fuego, el pequeño grupo de tres soldados se dispersó y a eso de las 8 p. m., hora en la que seguía arreciando el combate, ya cada hombre iba por su lado. “Yo no volví a ver a mis soldados nunca más. Solo a uno, días después, y al otro lo habían asesinado. Prácticamente acabaron con mi escuadra, quedamos dos soldados y yo”, recuerda el sargento.
l siguiente día, el 3 de marzo, Beltrán lo recuerda como una jornada llena de caos: a medida que avanzaba por la vegetación escuchaba disparos y explosiones, de cilindros que lanzaba la guerrilla y de helicópteros que intentaban ayudar, pero, afirma, no podían aterrizar. Cuenta, además, que se encontró con varios soldados, vivos y muchos muertos de varias compañías y distintos pelotones.
Y así llegó la noche del 3 de marzo, en medio de balas, explosiones y mucha confusión. “Nos encontrábamos, nos reorganizábamos 10 o 15 (soldados), avanzábamos, nos atacaban, nos acababan con cilindros y otra vez quedábamos perdidos. Así nos íbamos reubicando hasta que se nos acabaron las baterías de los radios, se nos acabó todo y ahí sí quedamos totalmente a la deriva. Solo a la espera de la ayuda helicoportada, pero era tanta la guerrilla que no se podía aterrizar”.
Para el 4 de marzo, los soldados lograron formar un grupo de 28 hombres con un sargento viceprimero. Pensaron que ese grupo de menos de 30 hombres eran los únicos sobrevivientes, porque solo escuchaban los gritos de la guerrilla y el sonido del helicóptero que aún no lograba tocar suelo, por ello tomaron la decisión de dirigirse a Peñas Coloradas, un caserío ubicado en el bajo Caguán, porque allí, debido a la geografía, podría ser más fácil el acceso de un helicóptero.
Una vez en el caserío, la compañía de 28 soldados que no había comido, no tenía municiones, llevaba días de combate y tenía 17 integrantes heridos –dos de ellos de gravedad–, fue emboscada por lo que el sargento calcula eran unos 80 guerrilleros fuertemente armados.
”Prácticamente quedamos encerrados porque no podíamos pasar porque al frente está el río Orteguaza. Ahí nos coparon y ahí nos capturaron”, recuerda Beltrán.
Les quitaron las armas, los uniformes y los metieron en una lancha para pasar el río Orteguaza, una vez internados en la selva, los encadenaron y allí comenzaron los más de 5.000 días de encierro de Beltrán.
14 años y 29 días de selva
Al grupo inicial de 28 soldados se le unieron 20 uniformados más y empezaron a caminar; los 48 soldados caminaron por meses, caminaban por 8 o 10 días para descansar dos y seguir caminando sin saber a dónde iban. El objetivo era prevenir que el Gobierno los ubicara.
Muy rara vez Beltrán pudo ver a otras personas. Siempre, durante los 14 años, estuvo rodeado de una espesa vegetación verde, tanto así que al salir de cautiverio desarrolló problemas de visión, según él, por la oscuridad de la selva.
Se movieron “todo el tiempo, por el Guaviare, el Vichada, Orteguaza… todas partes. Hasta que llegamos a la zona de despeje en el Caguán… hicieron los campamentos, las jaulas que todos conocen, ahí nos tuvieron todo el tiempo”, recuerda.
Las jaulas a las que se refiere Beltrán eran las conocidas ‘jaulas de la infamia’, que consistían en una especie de choza, construida paupérrimamente con pocos metrajes y tablas en su interior en la que los soldados se acostaban a dormir, rodeada con muchos alambres de púas que se aferraban a unos troncos para hacer de perímetro de la cárcel en medio de la selva. Jaulas que fueron televisadas muchas veces a inicios de los 2000.
Beltrán recuerda que una noche, estando en la zona de despeje, los levantaron, les amarraron unos lazos al cuello, llegaron dos guerrilleros por secuestrado y les informaron que habría un proceso de liberación.
Se nos hizo raro porque los suboficiales nos sacaron a un sector y llegó otra compañía de guerrilla y se llevaron los soldados. A nosotros nos sacaron por otro lado, creímos que nos iban a matar a nosotros”; sin embargo, ningún soldado murió en esa ocasión; a los cinco mandos medios los hicieron caminar hasta el amanecer internándolos más en la selva. A los otros 43 hombres los liberaron con más soldados secuestrados –Beltrán calcula unos 250– de otras tomas que había hecho la guerrilla.
Días después llegaron más secuestrados de las fuerzas públicas, todos eran oficiales, suboficiales o intendentes de la policía, todos eran secuestrados de las tomas de Mitú, Puerto Rico y de la base de narcóticos de Miraflores. En total, Beltrán calcula que eran cerca de 60 secuestrados.
”Llegó el Mono Jojoy y nos dijo que iban a empezar a coger políticos, porque con nosotros y ellos iban a pedir el despeje de más departamentos”, cuenta el sargento.
A Beltrán y sus compañeros se les unirían políticos como Ingrid Betancourt; dos ciudadanos estadounidenses –a quienes ellos llamaban los gringos–; Alan Jara, gobernador del Meta; Consuelo Gonzáles de Perdomo, Orlando Beltrán Cuéllar y Clara Rojas, tres congresistas del Partido Liberal.
Pasados los tres años de secuestro, la zona de despeje del Caguán terminó y comenzó el Plan Patriota y con él, los bombardeos de los helicópteros, las represalias de la guerrilla por los operativos del Gobierno y los desplazamientos de los secuestrados. Las Farc tomaron la decisión de dividir el grupo y entregarlos a diferentes frentes de la guerrilla. Beltrán quedó junto con un grupo de nueve uniformados.
”Se dieron varias operaciones y nosotros éramos los últimos que íbamos quedando. El grupo de nosotros fue el último que se entregó”, recuerda el sargento.
Entre los soldados intentaban hacerse la situación “más llevadera”, se contaban historias, chistes o rezaban juntos en voz baja para no molestar a la guerrilla. Hubo momentos en los que después de tanto tiempo encerrados, los soldados peleaban por cosas pequeñas, pero, recuerda Beltrán, se reconciliaban rápidamente porque eran el único apoyo que tenían allí.
Todo el país sabía desde diciembre de 2011 que los soldados y policías serían liberados; todo el país, menos ellos, los secuestrados, porque las Farc no los dejaban escuchar radio.
Días antes de su liberación, los oficiales creyeron –otra vez– que serían asesinados. El grupo de 10 hombres, todos barbados y con el cabello más largo, fue nuevamente dividido, ahora Beltrán y tres uniformados caminaron con cadena al cuello por más de 20 días sin conocer hacia dónde iban.
Finalmente les informaron que estaban cerca del Guaviare y serían liberados, pero debían esperar 20 días más para que llegaran los otros seis uniformados. Los soldados no les creyeron; aún seguían sin quitarles los candados y les habían hecho dar muchas vueltas, nuevamente estaban casi seguros de que serían asesinados.
Esa sensación de incertidumbre no se quitaría hasta que al otro lado del río Guaviare vieron apostados un helicóptero y personal de la Cruz Roja que los esperaba tranquilamente a pesar de que estaban rodeados por cientos de guerrilleros armados. Los uniformados, vistiendo camuflados nuevos, afeitados y peluqueados, cruzaron el río Guaviare hacia la comisión del Gobierno que los esperaba y por fin, en 2012, 5.139 días después de la toma de El Billar, el sargento primero Luis Alfonso Beltrán Franco veía personas que no eran guerrilleros o soldados secuestrados.
”A los ocho días de habernos liberado, comenzó el proceso de paz”, aclara Beltrán.
Por MARÍA PAZ ARBELÁEZ PATIÑO