"Tengo grabada la imagen de mi hijo con un palo tratando de defender mi casa. Esto fue un caos, una guerra sin autoridad".
Ema Sepúlveda, de 43 años, está parada junto a su hijo Joaquín, de 19, en el patio delantero de su casa. A su alrededor, solo hay cemento, algunos basureros y polvo.
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Este pequeño espacio está ubicado en la villa Eucaliptus, una de las tantas poblaciones que componen la comuna de La Pintana, en Santiago de Chile.
Esta es una de las zonas más pobres que existen en el país sudamericano. Aquí, rige la ley del más fuerte, del que tiene más armas para defender su territorio.
La salud y la educación son precarias, y la gente que tiene trabajo recibe sueldos miserables.
Y, aunque normalmente las noches en esta villa no son tranquilas —con balazos que van y vienen—, lo que sucedió ese fin de semana del 18 de octubre no tenía precedentes.
Mientras la atención de los chilenos se concentraba en la docena de estaciones de metro que ardían en el centro de Santiago luego de que explotara la revuelta social por el alza en la tarifa del transporte público, en La Pintana la situación era aún peor.
Pero nadie fuera de allí lo sabía.
Saqueos y quemas simultáneas de distintos supermercados y de diversos espacios públicos, además de la muerte de dos personas, generó una psicosis colectiva tan fuerte que muchas personas, entre ellas Ema, temieron por sus vidas.
"Nunca imaginé ver a mi hijo así, a mis vecinos defendiéndose entre sí. Esto era tierra de nadie, fue horrible, tenía mucho miedo", recuerda hoy la mujer, quien se dedica a vender sándwiches en los paraderos de locomoción pública.
Lo que pasó ese fin de semana en La Pintana se repitió en varias de las comunas periféricas de Santiago como Puente Alto, Renca, La Florida y Maipú.
Todas tuvieron algo en común: los pocos policías destinados a controlar los hechos de violencia en estas zonas se vieron sobrepasados, siendo incapaces de asegurar el orden público.
Muchos de ellos, además, fueron redestinados a controlar los ataques al metro y otras manifestaciones que sucedieron en el centro de Santiago, dejando a estas áreas completamente indefensas.
Como consecuencia, la gente que vive en los sectores periféricos se quedó sin agua y sin luz, y hoy ya no tiene supermercados a dónde ir a comprar ni tampoco farmacias para adquirir remedios.
La destrucción fue brutal.
Abandono policial
Es la una de la tarde del viernes 1 de noviembre. Han pasado 13 días desde que estalló la crisis política y social más fuerte de los últimos 30 años en Chile.
En La Pintana el ambiente se ve más tranquilo; hay poca gente en las calles. Pero las cicatrices de ese fin de semana del 18 de octubre siguen ahí.
"El pueblo dice basta de abusos ¡evade!", "Por el presente de mis papás y por el futuro mío ¡sal a las calles!" y "Renuncia Piñera" son algunas de las consignas con las que se ve tapizada cada esquina de este lugar.
También quedaron plasmadas otras consecuencias: en los más de 30 kilómetros cuadrados de La Pintana, solo hay dos supermercados; eso sí, hoy ninguno de ellos está operando pues ambos fueron saqueados en la ola de violencia.
Algo peor le sucedió a los otros dos comercios mayoristas que había en la comuna, los que, tras ser arrasados, fueron incendiados.
La misma suerte corrió la única pizzería que se había instalado en el área, hace solo un par de meses.
“Retrocedimos 15 años”, le dice a BBC Mundo Claudia Pizarro, la alcaldesa de La Pintana.
La autoridad local, nacida y criada en la comuna, asegura que esto fue "peor que un terremoto".
"Hace 15 años logramos que se instalara el primer supermercado y hace menos de uno, que llegara la central mayorista. Fue un gran trabajo, una larga lucha, porque por fin la inversión privada había empezado a mirarnos con otros ojos", agrega.
"Cuando se instaló la pizzería este año —continúa—, los pintaninos estaban de fiesta, mientras que en comunas ricas, esos mismos locales se instalaron allí en los 90. Es el reflejo de la desigualdad. Y hoy, no tenemos nada, no nos queda nada".
La destrucción de estos locales se dio, en parte, debido a la falta de contingente militar y policial que llegó a la zona, dicen los locales.
Así, la única solución fue que los propios vecinos se defendieran entre sí. A ellos se les denominó los "chalecos amarillos".
El hijo de Ema, Joaquín, fue uno de ellos. "Nosotros llamábamos a Carabineros, pero no respondían. Entonces mi hijo tuvo que agarrar palos y fierros", asegura Ema.
"Decían que la gente andaban saqueando las casas. Así que los vecinos nos organizamos porque no veíamos que hubieran policías. Temíamos porque fueran a prender los colegios y los centros de salud", agrega.
Para la alcaldesa Claudia Pizarro, la estrategia del gobierno de Sebastián Piñera no fue la correcta.
"Mandaron a los militares a cuidar las manifestaciones pacíficas y no a los lugares donde realmente se necesitaba, y los pocos Carabineros no dieron abasto", afirma la alcaldesa.
Una opinión similar tiene Claudio Castro, el edil de Renca, otra de las zonas periféricas destruidas tras el estallido social, donde murieron cinco personas.
"Nosotros veíamos cómo había un amplio despliegue de policías y militares en el sector oriente de la capital, mientras que en nuestra comunas no había nada. Yo hice llamados públicos pidiendo ayuda pero esa ayuda nunca llegó", dice a BBC Mundo.
“La desigualdad en Chile tiene múltiples aristas y también se vive respecto de la seguridad con la que el Estado protege a sus habitantes. En la práctica eso refleja un sentimiento de abandono bien importante”, agrega.
Durante el toque de queda —que se extendió por una semana— los vecinos de La Pintana salieron igual de sus casas.
Según Ema, nadie lo respetó porque no había ningún militar ni policía vigilando.
“Aquí hay dos Chile, el que cuidan y el que no. Yo sentí que estábamos totalmente abandonados”, dice.
Al respecto, desde la institución de carabineros le señalaron a BBC Mundo que nunca hubo abandono como tal, sino que la demanda y los desórdenes eran tan grandes que hubo focos donde simplemente no pudieron llegar a tiempo.
Pero, de todas maneras, este "abandono policial" del que habla Ema no es aislado.
Es una situación que, de hecho, viene afectando a las áreas más pobres de Chile hace años.
En La Pintana, por ejemplo, hay solo 295 carabineros para los 177 mil habitantes. Es decir, 1 policía por cada 600 habitantes.
"Ciudadanos de segunda clase"
Claudia Pizarro afirma que los vecinos de La Pintana y de otras zonas periféricas de Santiago son tratados como “ciudadanos de segunda clase”.
Y no solo en términos de seguridad pública.
Por dar algunos ejemplos, Pizarro explica que en esta área los vecinos residen en viviendas sociales en mal estado, no tienen acceso a internet ni tampoco a servicios básicos como notarías para hacer trámites legales. En La Pintana, por ejemplo, solo hay un banco.
Ni hablar de la posibilidad de tener cines o espacios de recreación.
Esto es aún más grave si se considera que, al ser territorios periféricos (La Pintana se ubica a 25 kilómetros del centro de Santiago), acceder a estos servicios toma tiempo y, por ende, dinero.
Y no es precisamente una parte de la población donde este sobre.
Según la encuesta Cadem, que mide la pobreza, el promedio de ingreso monetario mensual de un hogar en La Pintana es de 664 mil pesos (US$890), mientras que el de un hogar en la comuna de Las Condes (una de las más ricas de Chile) es de casi 3 millones de pesos (US$4.000).
Esto es aún peor si se toma en cuenta que esta zona tiene la tasa de embarazo adolescente más alta de Chile y, por lo tanto, las familias son numerosas.
Por otra parte, solo el 8% de la población alcanzó algún grado técnico o universitario, y la mayoría tiene pensiones de no más de 110 mil pesos (US$148), por lo que normalmente los hijos deben hacerse cargo de sus padres.
“Nos sentimos chilenos de segunda categoría, de segunda clase. Nosotros no tenemos nada. Los humildes siempre pagan las consecuencias de todo y eso es penoso”, dice Pizarro.
Para la autoridad, esto fue parte de la base de la furia que se desató hace dos semanas cuando los vecinos saquearon todo lo que encontraron a su paso.
Entonces, afuera de los supermercados, varios rayaron frases como "por qué cuidas al empresariado si ellos han abusado de nosotros".
"Siempre se han sentido abusados, han sentido que no tienen acceso a nada. Es una rabia contenida por años", explica la alcaldesa.
"Esta es una sociedad paternalista que te invita a sentir que eres feliz porque acumulas más. Entonces la gente de La Pintana no se siente feliz porque no tiene nada, porque envidia lo que tiene el otro", agrega.
Es una realidad que Ema vive todos los días.
A pesar de que dice sentirse "afortunada" porque por lo menos puede vender sus sándwiches, asegura que su situación es complicada pues para el municipio ella es "millonaria".
"Yo, por haber podido pagarle la educación a mi hijo con la plata que gano por trabajar todos los días, ahora no puedo acceder a los beneficios de los más vulnerables", explica.
"Eso es injusto porque, en realidad, yo no tengo nada", agrega.
Una lucha que no terminará
En La Pintana las huellas de esta movilización social quedarán para siempre.
Hoy, los vecinos se demoran en promedio unas tres horas en llegar a sus trabajos. Esto, pues las estaciones de metro más cercanas fueron todas incendiadas.
La sensación de inseguridad ha crecido. Ema, por ejemplo, dice que todas las noches siente miedo de que recrudezca la furia social y que terminen saqueando su casa.
Entre los vecinos, en tanto, hay más información que nunca y la conciencia por la necesidad de aumentar los sueldos y las pensiones, además de acceder a una educación y salud digna, se ha instalado.
Las autoridades de estas comunas dicen que esto está lejos de terminar. Que la rabia no se pasará "con un par de medidas del gobierno" de Sebastián Piñera.
Por eso, no son pocos en estas zonas periféricas que dicen seguir luchando.