El 28 de octubre los brasileños elegirán presidente en el proceso electoral más polarizado en la historia de su país. Pero ‘polarizado’ implica que parece existir una brecha infranqueable entre los bandos en pugna, no que ambos representen opciones extremas.
En el caso del Partido de los Trabajadores (el PT, que presenta como candidato a Fernando Haddad), este ha sido criticado tanto por su presunto extremismo como por su participación en la corrupción vinculada a empresas como Odebrecht.
Convengamos, sin embargo, en que el PT puede ser responsable de colusión ilegal con el capitalismo transnacional o puede ser una fuerza de extrema izquierda, pero difícilmente puede ser ambas cosas al mismo tiempo. Claramente es responsable de lo primero, pero sus 13 años al frente del gobierno nacional demuestran que no es responsable de lo segundo.
Solo uno de los candidatos en liza ha declarado alguna vez cosas tales como “estoy a favor de la dictadura”, “estoy a favor de la tortura”, “el error de la dictadura fue torturar y no matar”, “vamos a fusilar” a militantes del partido rival o que no dudaría en cerrar el Congreso el primer día de su gestión. Presumo que podríamos convenir también en que la bolsa de valores no habría subido un 6% al día siguiente de la primera vuelta si el primer lugar lo hubiese ocupado un candidato de izquierda con declaraciones similares.
En otras palabras, el riesgo autoritario no parece quitar el sueño a los inversionistas siempre y cuando esté asociado a la promesa de adoptar la política económica de su preferencia. Pero, al mismo tiempo, estos enrostran a una parte de la izquierda (con razón, pero sin sentido de la ironía) su incapacidad para deslindar con el autoritarismo en Venezuela.
Por cierto, esa no es la única ironía: Jair Bolsonaro es un ex militar que, aupado por la recesión y la corrupción, podría llegar a la presidencia por vía democrática con un discurso de aristas autoritarias. Más o menos como Hugo Chávez.
Ahora bien, como sostuviéramos en un artículo sobre el nuevo gobierno italiano, el denominado “populismo” suele ser síntoma de problemas reales. Brasil, inmerso en la secuela de su peor recesión en décadas y en problemas de seguridad, atraviesa además por el peor escándalo de corrupción en su historia. No en vano BBC Mundo tituló así su explicación del raciocinio tras el voto por Bolsonaro: “Prefiero un presidente homofóbico o racista a uno que sea ladrón”.
Otro reportaje de BBC Mundo recuerda, sin embargo, que hace un tiempo Bolsonaro “se mostraba como simpatizante del gobierno de Alberto Fujimori en el Perú y era partidario del cierre del Congreso en Brasil para hacer frente a la corrupción y a la hiperinflación en el país”.
Hoy en día, por suerte, Brasil no padece de una hiperinflación. Pero en cuanto a cerrar el Congreso para combatir la corrupción, existe una métrica que no respalda las simpatías políticas de Bolsonaro: medido por el dinero mal habido hallado en bancos del extranjero (que, a la fecha, supera los US$200 millones), el gobierno de Fujimori sería el más corrupto del que se tenga registro. Es decir, es comprensible la razón por la cual el cierre del Congreso puede tener respaldo social, pero el remedio puede ser peor que la enfermedad.