ADVERTENCIA: las descripciones gráficas de este artículo podrían herir la sensibilidad de algunos lectores.
"Unos señores quitan arena con un cucharón y un colador. Así que me siento junto a ellos y empiezo yo también a buscar.
Veo que a un lado ponen cosas de cocina y del otro madera.
—¿Y madera para qué?
— No es madera. Es carne humana.
Dios mío, estoy sentada en medio de una pila de partes de cuerpos".
►Un año después, así está la zona devastada por la erupción del Volcán de Fuego | FOTOS
►En fotos: así se ve la erupción del Volcán de Fuego en Guatemala
►La erupción del Volcán de Fuego, la tragedia que marcó a Guatemala en el 2018 | FOTOS
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Esa es la escena que se encontró Sofía Letona el 22 de junio de 2018. Era la zona cero, el área más afectada por la erupción del Volcán de Fuego, el peor desastre natural de Guatemala en tiempos modernos, que dejó 202 muertos y una cifra de desaparecidos que va de 229 a 63 según la fuente que se consulte.
Hacía apenas dos semanas de aquello.
El mar de ceniza al que se enfrentaba ahora había sido hasta entonces San Miguel Los Lotes, una aldea de 187 viviendas y un millar de habitantes ubicada en el límite de los departamentos de Escuintla y Sacatepéquez, al sur del país.
El flujo piroclástico, una masa hirviente que avanzaba veloz, la cubrió por completo. No en vano hubo quien la apodó “la Pompeya de Guatemala”.
Cuando llegó al lugar junto a otros seis voluntarios, la tierra estaba aún caliente. "Cuando apartábamos la arena (ceniza), el agua de debajo todavía hervía", recuerda.
Las autoridades habían dejado de buscar sobrevivientes y estaban a punto de declararlo “camposanto”, un lugar “inhabitable, en el que no puede quedar nadie”.
Pero ellos arribaron con otra misión: la de recuperarlos cadáveres de los muertos.
Lo hicieron por genuina generosidad, "como un acto de amor", ante la falta de respuesta oficial a un reclamo que se escuchaba con cada vez más urgencia en los albergues de los afectados: "Queremos enterrar dignamente a los nuestros".
Este es el relato de Letona sobre cómo fue extraer aquellos cuerpos para entregárselos a sus seres queridos, ahora que termina el último esfuerzo por identificar a quiénes pertenecen los restos que quedaron en el lugar, un trabajo liderado esta vez por la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG).
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— Mire, ahí hay alguien.
Yo sigo paralizada por el pensamiento de los restos humanos que me rodean, cuando un muchacho que busca a su madre y su hermano da un brinco y se introduce en el agujero de unos siete metros. Y me digo a mí misma: "¿Y usted a qué vino? Pues métase también".
Así que bajo y sigo quitando arena.
"Si veo un rostro, me voy a morir", pienso.
Pero no hay rostro. Lo que hay es una mano. Aunque no tiene carne, solo la piel que cubre los huesos. Y ya no está pegada al cuerpo, así que la ato a la manga de una camisa que encuentro. Cuando tiro de ella, aparece el cuerpo.
Se desarma y me toca armarlo como un rompecabezas.
Y hacerlo sin gritar.
No puedo dejar de pensar que, si fuera mi mami, no quisiera encontrármela así nunca.
Porque eso que hallamos es un cuerpo humano. Un cuerpo de alguien que fue humano. De alguien a quien amaron.
Todos los que estamos allí queremos gritar.
Y salir corriendo.
Pero no gritamos. Ni huimos. Y por días seguimos buscando, armando un rompecabezas enorme de gente que en un momento dado estuvo junta y conformó una aldea".
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Dos semanas antes esa era una circunstancia imposible de imaginar.
Era la mañana del 3 de junio y, como todos los días en los que el volcán de Fuego despertaba, lo había ido a ver.
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"Es que lo amo desde que tengo uso de razón. No me perdía ninguna erupción. Y ese día también fui, de necia.
Soy de esas que le toman fotografías, que lo saben todo acerca de cráteres, lava… Así que pronto me di cuenta que aquella ocasión era diferente.
Había tanta ceniza, una especie de nube grisácea… Como no iba a poder captar una foto decente, decidí volver a Antigua Guatemala (una ciudad colonial ubicada a unos 30 kilómetros).
Mientras conducía de regreso, algunas piedras (procedentes del volcán) alcanzaron el carro.
Para cuando llegué a casa y encendí la televisión, sabía que se venía la tragedia.
Sin pensar más bajé al parque y empecé con otros a juntar víveres".
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Allí se encontró con decenas de voluntarios, que en los siguientes días repetirían la misma rutina: hacer acopio de alimentos, llevarlos a los albergues no oficiales en los que se agolpaban los damnificados, junto a soldados, bomberos y civiles, y repartir almuerzos.
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"En uno de esos refugios fue que conocí a doña Norma Ascón.
— ¿En qué le podemos ayudar, señora?
Estaba tan angustiada que ni responder podía. Así que le empezamos a preparar una caja con productos de primera necesidad.
— Lo que yo quiero es encontrar a mis familiares.
— Con gusto. Díganos sus nombres y vamos a buscarlos en los albergues. ¿Para dónde cree que agarraron?
— Es que yo no los estoy buscando en los albergues, porque están muertos. Están en Los Lotes y necesito ayuda para sacarlos.
Así, sin mucho más, nos dirigimos allá. Fue orgánico pero organizado.
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La acompañaban Fernando Barillas Santa Cruz, Héctor Ángeles, Marcos Duarte, Fredy Mora Torres y Roberto Crespo, con quienes después conformaría Antigua al Rescate.
Entre los siete, con los poco más de 37.000 quetzales (US$5.000) que lograron recolectar con llamados en las redes sociales y trabajando codo con codo con los sobrevivientes, en los primeros cinco días desenterraron 68 cuerpos.
Lo hicieron siempre bajo la atenta mirada de los familiares, quienes les indicaban donde podían estar sus fallecidos y ayudaban con la identificación visual.
“Veían un anillo en un dedo y nos decían que esa mano era de un familiar, o reconocían el pelo de un pariente, alguna ropa”, cuenta Letona.
También los acompañaba una forense, dice, para asegurarse de que se seguía el procedimiento debido.
Lo hicieron en tres fases, dos de cinco días y la última de 30, gracias al permiso otorgado por el gobierno de Escuintla para operar en el terreno.
“Todos los restos que recuperamos se los entregamos a los familiares, quienes se los pasaron a la Policía Nacional Civil y esta al Instituto Nacional de Ciencias Forenses (Inacif), todo en cajas cerradas”, asegura.
En el contenido de todas aquellas cajas se identificó a 107 personas.
Sin embargo, el Inacif también llegaron restos que nadie supo decir a quién pertenecieron. Los clasificaron como 140 "segmentos corporales" o "casos".
Otros quedaron en el terreno por escarbar.
Buscarlos y tratar de identificarlos ha sido desde agosto de 2019 la tarea de la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG), en un proyecto con financiación pública.
Este lunes termina la carrera contrarreloj.
"En el terreno de 700 metros de largo por 300 de ancho en el que nos comprometimos a excavar hallamos las osamentas correspondientes a un número mínimo de 26 individuos", le contaba a BBC Mundo José Suasnavar, subdirector de la FAFG y quien está a cargo del proyecto, el miércoles pasado.
Para ello contaron con camiones y maquinaria del gobierno, y contrataron para la labor a vecinos de San Miguel Los Lotes que estuvieran buscando a sus familiares.
"Ahora falta tomar muestras de los familiares para hacer el estudio genético, algo que nos gustaría hacer también con los restos que tiene el Inacif y que queda pendiente para el futuro".
Aunque señala que identificar aquellas osamentas es más difícil, en parte por la forma en la que los sobrevivientes y voluntarios —cuyo entusiasmo y dedicación alaba— recuperaron los primeros cuerpos. "Se perdieron muchos datos que sí recopilamos arqueólogos y forenses".
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"Nosotros dimos una respuesta a los familiares de los desaparecidos cuando nadie más lo hacía, y entendemos que ahora se necesita un trabajo más especializado, como el que hace la Fundación.
A nosotros nos tocará gestionar la frustración de los que no pudieron encontrar a sus muertos. Y seguir con las jornadas médicas y aliviando otras necesidades que esta comunidad y otras tienen, además de trabajar en la prevención de desastres naturales y humanitarias.
Estamos preparados para ello.
Cuando trabajamos en Los Lotes, de noche estudiábamos. Aprendimos sobre técnicas y métodos, y las organizaciones internacionales que llegaron a apoyarnos nos ayudaron con los protocolos de seguridad. Nos formamos y conseguimos los documentos.
Además, estamos muy unidos. Entre nosotros surgió un vínculo que no se tiene con nadie. Imagínese: una baja a un hoyo con una pita amarrada a la cintura solo para que los otros puedan halar de ella si el volcán hace erupción y que una salga volando.
Tienes que confiar en esa gente, porque tienen tu vida en sus manos.
Creo que cada uno de nosotros (de Antigua al Rescate) estábamos en un momento de la vida en el que necesitábamos algo.
Yo digo que aquel desastre me rescató. Es terrible decirlo, pero esas tragedias sirven no solo para ayudar a los demás. A mí me dio la claridad mental para saber qué era lo que quería hacer el resto de mi vida".
Dejó su trabajo de editora de tres revistas y hoy, como sus seis compañeros, le dedican el 100% de su tiempo a Antigua al Rescate.
¿Y del volcán de Fuego? ¿Qué piensa ahora del coloso cuya furia destructiva conoció?
"Es hermoso. Lo amo. A pesar de todo.
¿Que cómo puedo querer tanto algo que lastima de esa manera?
Bueno, no es culpa del volcán. Es culpa del abandono. El volcán estuvo ahí siempre".