Muxes, los indígenas transgénero de México. Foto: AFP
Muxes, los indígenas transgénero de México. Foto: AFP
Redacción EC

“Te das cuenta de que eres muxe desde pequeño. Hay gente que dice que eso viene de Dios, pero no lo sabemos… yo no sé qué creer. Estoy segura de que mi padre Dios me quiere a pesar de lo que soy”.

Aunque a Érika, de 38 años, le dicen ‘Pequeña’, es generosa de cuerpo, caderas anchas y nalgas de matrona. No tiene senos, apenas unos pectorales fuertes que nunca ha pensado en aumentar de tamaño. Está vestida con una tehuana, un traje típico de la región con camisa y falda hasta los pies, bordado a mano por ella misma.

Estamos en su casa en San Blas Atempa, en el estado de Oaxaca, en el sur de México. Se prepara para asistir a una fiesta tradicional organizada por una pareja de recién casados.

–¿Qué significa que Dios te ama a pesar de lo que eres? Es como si fuera algo malo –le pregunto.

–No, no es un defecto, es… es algo que nos hace diferentes… un tercer sexo. De verdad Dios nos ama, pero la sociedad, digamos, es más difícil que Dios.

Suda. Las gotas se encaraman en el maquillaje y ella se airea con ambas manos, luego se aplica un labial rojo y coloca sobre su pelo recogido una flor verde artificial del mismo color de su tehuana.

Érika es muxe de la etnia indígena zapoteca ubicada en el istmo de Tehuantepec, esa parte del sur de México que parece la cintura del país por su estrechez, de 215 kilómetros entre los océanos Atlántico y Pacífico.

Ser muxe es una condición tan antigua como la etnia misma. Desde antes de la llegada de Cristóbal Colón y de los curas evangelizadores al continente, los zapotecas reconocían la homosexualidad. En el pueblo hay varias teorías para explicarla.

Algunos dicen que surge por azares de los cromosomas, otros argumentan que por abusos sexuales en la niñez y, según Pequeña, por un designio de Dios. Aunque no hay certeza, los muxes nacen, crecen, se forman y se confunden en las calles con las mujeres de nacimiento. No hay una cifra oficial, pero son varias las que se ven en las calles y en las plazas. El promedio frente a otras partes del mundo es mayor. El párroco Esteban Hernández tiene una explicación religiosa: según él, Dios le entregó a San Vicente Ferrer tres sacos, uno con mujeres, el otro con hombres y el último con muxes. Cuando el santo pasó por el istmo se le rompió el saco del tercer género, invadiendo la región.

A pesar de siglos de reconocimiento, en las últimas décadas, por el cruce cultural con las ciudades y la controversia de si es normal o anormal la homosexualidad, las y los muxes (dependiendo de cómo se asuman las personas) han sido víctimas de discriminación, maltrato o son vistas como la gente rara que atrae turistas.

Pequeña es famosa por ser el primer indígena transgénero en casarse en ceremonia oficial en notaría. La boda fue televisada en exclusiva por un canal regional que pagó 15.000 pesos mexicanos en cerveza (unos 1.000 dólares) por los derechos de transmisión. A los casi 300 invitados se les prohibió tomar fotos o videos de la celebración civil y de la fiesta que se extendió por dos días. Ese 23 de agosto de 2008, Pequeña lució un traje blanco, largo, con un escote que marcaba sus pectorales sin carnes y sus caderas anchas. Posaba junto a su marido, un francés de unos cincuenta años que se enamoró de ella a pesar de no entenderse en el mismo idioma.

–Mija, la cama es lenguaje mundial, no lo olvides –me dijo un día.

En la sala de la casa hay vestidos de matrimonio confeccionados por ella, y dos maniquíes exhibiendo trajes típicos en terciopelo que solo pueden soportar sin sofocarse por el calor esos cuerpos de fibra de vidrio. A pesar de que esa tela es gruesa, tupida y más apta para clima frío, se convirtió en el material insigne de elegancia y ‘glamour’ de las mejores tehuanas desde su llegada a la región en el siglo XIX gracias a la empresaria del azúcar Juana Catarina Romero. Todavía, en las fiestas, se arriesgan a deshidratarse envueltas en terciopelo. En otra pared de la casa hay un cristo de tamaño humano colgado en una cruz con el envidiable traje de la casi total desnudez en esa tierra sofocante, amarilla y seca donde el sol golpea, marea y noquea, y donde los muertos parecen caer directamente al infierno. “No más abra un hueco y verá al diablo mirando de reojo”, dijo una señora el día anterior en la plaza de mercado. Por ese calor del istmo, la región era conocida en la época prehispánica como Guissi, que en lengua náhuatl significa ‘La tierra que arde’.

En el hogar de Pequeña no hay ventanas, apenas el hueco de la puerta por donde se filtra un viento perezoso y coletazos de polvo provenientes de las casas que se están reconstruyendo tras el terremoto del 7 septiembre de 2017, el peor desde 1932.

“El día del derrumbe, esto sucedió en septiembre del año pasado”, así empieza el cuento ‘El día del derrumbe’ del escritor mejicano Juan Rulfo publicado en 1953. Como si fuera una profecía, así ocurrió en el istmo, el epicentro del terremoto.

Casi a la medianoche, el suelo se estremeció y el bramido de la tierra se mezcló con el de los cuadros, ollas, vajillas y muebles que cayeron. La luz fue la primera en huir y ya no solo sonaron los objetos sobre el suelo en movimiento sino los gritos. A tientas, y con el cuerpo meciéndose de un lado a otro, Pequeña encontró a su madre sentada en la hamaca a la espera de que la rescataran, pues la anciana no puede caminar.

–Con las fuerzas de mi cuerpo de macho logré sacar a mi mamá. La pobre estaba asustadita, no podía hablar ni llorar. Yo también tenía miedo, pensaba que era el fin del mundo. Es que todo se movía terrible y yo dije: ¡esto se acabó!

En los tres minutos que se meció la región, se derrumbaron más de la mitad de las casas de San Blas Atempa y también las del municipio aledaño, Tehuantepec. Los dos pueblos son siameses, con la diferencia de que San Blas es más indígena que su vecino. En sus calles laberínticas y estrechas hay morros de cemento, escombros, ladrillos y obreros. La edificación más antigua, el convento de Santo Domingo, levantado por los indígenas en 1536, sigue en pie con muletas de madera para no terminar de desplomarse.

Un día antes de conocer a Pequeña, me senté en un restaurante en la plaza de mercado de Tehuantepec. Después de pedir un almuerzo, pregunté a la mesera por los muxes. Me pidió que esperara. Pasados unos minutos, ya no era la mesera la que cargaba mi plato sino un ser monumental de espaldas anchas, piernas gruesas forradas en ‘jeans’, pies enormes con sandalias, rostro redondo y pelo tinturado recogido en una moña. Se presentó como Pay con una voz varonil que intentó matizar.

Pay es muxe, soltera, de 28 años y dueña del restaurante. Según me dijo en esa primera conversación, hay hombres que evitan acudir a su local para no ser atendidos por una persona de ‘su condición’. También ha visto casos de hombres que regresan por la sazón del lugar, pero piden las manos de una verdadera hembra que los atienda. No son todos, pero sí la mayoría. Antes de despedirse acordamos salir en la noche, después de su jornada de trabajo, para presentarme con sus amigas.

Cumplió la cita. Vestía el mismo jean ajustado del mediodía y la misma camisa negra. Se notaba más libre y risueña. Me comentó que su nombre se lo puso por la dulzura del postre que se pronuncia igual en inglés. Al momento apareció Paca, una bomba sexual de pelo ondulado hasta la cintura, ojos de un verde falso enmarcados con pestañas postizas y el cuerpo forrado con una camisa verde que dejaba ver la forma de sus senos de espuma. Caminaba como una diva, mirando con descaro y sonrisas a los hombres que pasaban a su lado. Su hombría se reconocía en la voz y en la anchura de la espalda que contrastaba con su delgadez. Paca se disculpó por haber llegado tarde. Estaba depilándose. “No sabes lo que encuentres por la noche”, dijo.

Por último llegó Carlos Alberto, a quien sus amigas llaman Carla, pero él prefiere ser nombrado en masculino. Es moreno, de 35 años, bigotico adolescente, ojos cafés y mirada triste. No viste como mujer ni se maquilla el rostro. Veinte años atrás le prometió a su madre no usar prendas femeninas salvo en el baile local de la cultura gay llamado ‘Vela del Sol en Luna’, que se celebra cada año en abril. Allí, Carlos se atavía con faldas de brillos, tacones, pelucas y maquillaje excesivo y se exhibe con su novio, un fotógrafo local. Aunque Carlos lleva siete años con su pareja, aún vive con su madre, una mujer de mirada dura y escasas palabras que controla los horarios de su hijo. Carlos, aunque trabaja y gana dinero para el hogar gracias a la costura de tehuanas para mercados locales y nacionales, es un joven sometido a las reglas maternas y no cambiaría eso por un amor conyugal; primero su mamá y luego el resto del mundo.

Un muxe en el hogar es una garantía de compañía para las madres. Mientras los otros hijos montan rancho aparte con sus parejas, la mayoría de los muxes de San Blas Atempa permanecen con sus madres, trabajan en la costura o en las cocinas y son confidentes de las damas por conocer los secretos de ambos sexos.

Según el antropólogo Felipe de Jesús López Vega, coordinador de la Casa de la Cultura de Tehuantepec, desde la época precolombina hasta hoy los muxes son buscados por los hombres heterosexuales para tener sus primeras relaciones.

También hay casos de enamorados que prefieren entregarse a la pasión homosexual antes de cometer la afrenta de despojar de la virginidad a sus parejas.

Aún hoy la virginidad es una cualidad cotizada y alabada por algunas familias y hasta conservan el ‘Rito de la Balana’ cuando se anuncia un compromiso matrimonial. En este rito, las abuelas, tías y madres de los enamorados se reúnen y acuestan a la novia en una cama con pétalos de flores. Con actitud de cirujana, una de las presentes le introduce en la vagina un pañuelo blanco hasta romper el himen.

El pañuelo con la mancha de sangre es expuesto para que el novio, el resto de los familiares y los vecinos lo vean y comprueben la pureza de la señorita. Si la tela sale sin mancha, hay llanto, disculpas y hasta la cancelación de la boda. Los indignados quiebran vasijas de barro en la calle para contarle al pueblo que la examinada ha sido tocada antes.

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En la cercana ciudad de Juchitán, a 80 kilómetros de Tehuantepec, la vida nocturna de prostíbulos y zonas de tolerancia es propicia para que, a la par de los muxes que hacen tehuanas y viven con sus madres, estén los que viven su sexualidad más ampliamente, los que se travisten, los que se operaron el busto y los que cambiaron de sexo.

La organización Trabajadoras Sexuales en Acción de Juchitán sostiene que cientos trabajan en las calles exponiéndose a ser maltratadas o maltratados por grupos homófobos. Días atrás, según me contó Pequeña, un taxista en Juchitán, al notar que sus pasajeros no eran mujeres de nacimiento se armó de puños y patadas, los arrastró hasta el andén y les robó el dinero. Hay otros que aparecen muertos y sin dolientes.

–Por culpa de la putería el mundo piensa que solo queremos sexo y disfrazarnos de Madonna. Pero somos más que eso –advirtió Carlos.

–Mi Carla, pero no te hagas la virgen porque recorrido tienes, mi amor –soltó Paca.

Llegamos a un bar iluminado con barras de neón. Casi todos los clientes eran hombres de no más de cuarenta años. Paca desapareció para coquetear con un joven guapo al que miraba insinuante, le hablaba al oído y le tocaba el hombro jugueteando con sus dedos.

Carlos veía a Paca.

–Es linda, pero le falta cabeza. Es bruta la pobre. Yo le he insistido que trabaje conmigo porque ella sabe hacer decorados bonitos, y solo me dice que le da pereza.

–Ojalá no venga el noviecito y se arme bochinche –dijo Pay. El novio es un ladronzuelo conocido por la comunidad.

Seguimos bebiendo cerveza por dos horas. Pay entró al baño de hombres, luego Paca. Quisieran haber entrado al de mujeres, pero temían ser expulsadas del lugar. En este pueblo se resignaron, pero en otras partes de México y del mundo están haciendo la lucha por ellas. En 2016, ‘The New York Times’ publicó un artículo acerca de los derechos de las comunidades transexuales para usar el baño según su preferencia.

Sonaron norteñas, melodías de José José, de Jenny Rivera, de Juan Gabriel. Paca, luego de unas seis cervezas, parecía excitada, desesperada; bebía de su botella, bebía de las demás, se movía sensual en medio de la gente, cantaba, se meneaba, miraba lascivamente para todos lados, pegaba sus nalgas a los pantalones ajenos. Pay se reía, Carlos se apenaba.

Entre los adultos ebrios apareció un muchacho gordo, con cara redonda y atontada y tan ebrio como casi todos. Tiene 14 años y ya es un muxe conocido. El niño, vestido en ese momento con pantaloneta, camiseta suelta y tenis, se acercó y saludó con timidez. Se dirigió con respeto a Carlos, a quien le pidió no decirle a su madre sobre su salida nocturna. Carlos aceptó, pero le ordenó marcharse. El niño afirmó con la cabeza y entró al baño. Desde la mesa vigilaban que ningún hombre lo siguiera y de paso lo violara.

Pay nos pidió entre susurros mirar a un hombre sentado en la mesa aledaña acompañado de su esposa, una mujer con el rostro mirando hacia la pared. El hombre, que estaba diagonal a nuestra mesa, aprovechó la falta de visión de su acompañante para coquetear con Pay, a quien conoce desde hace años. Por la cercanía, el hombre jugaba con sus roles de esposo y amante. Le sonreía a ambas, y mientras besaba a la oficial estiraba la mano a escondidas para sostener los dedos de la amante. La escena era una mezcla de compasión y comedia.

La amante se sintió contenta de ese juego y narró otras aventuras similares con hombres que buscaron su sexo pero, por las apariencias, se casaron con damas del pueblo. Ella ha amado a sus amantes y ha aprendido a desprenderse de ellos. Dice que la fatalidad de los de su género es disfrutar las caricias con la seguridad de un despecho, vivir con la certeza de ser la otra, la moza, la confidente, pero no la oficial.

Por esa fatalidad extendida, hay muxes que agradecen de forma exagerada las muestras de afecto y soportan gritos y golpizas de los mayates: hombres que buscan parejas homosexuales que los mantengan.

El administrador de un hotel en Ciudad de México me contó que mientras hacía sus estudios universitarios entabló amistad con un muxe de Juchitán: “Ese pobre siempre andaba con moretones y una vez llegó bien reventado, con los ojos hinchados y la nariz torcida; yo le dije, ‘carnal, ¿qué te pasó?’ y me contó que su novio le hizo bronca porque quería unos pantalones y mi amigo no tenía dinero en ese momento. Entonces le dije, ‘defiéndete güey, puedes darle de tú a tú’, y me contestó que no era capaz porque lo quería mucho. Lo peor es que después de eso ahorró y le compró los pantalones a ese cabrón”.

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Aunque los muxes han sido reconocidos desde que existen los zapotecas, son vistos por su comunidad como personajes folclóricos, como seres de otra especie que conviven con ellos. Según el antropólogo de la Casa de Cultura, en la época precolombina eran llamados guchachi’gueela, que significa iguana verde en lengua náhuatl. La similitud con el animal surgió porque las iguanas no se bajan de los palos.

Los muxes precolombinos, como muchos de los actuales, cumplían labores artesanales, trabajaban con las mujeres en los mercados, mantenían relaciones con otros hombres sin convivir con ellos, pero, a diferencia de los actuales, no usaban prendas femeninas.

Fue hasta los años setenta que empezaron a vestir con faldones y güipiles (blusa tradicional). Al principio se ocultaban para usar los trajes, pero con el nacimiento de la vela gay en Juchitán llamada ‘Las auténticas intrépidas buscadoras del peligro’, una celebración creada en 1975, salieron de la oscuridad de sus hogares, vistieron como su cuerpo les pedía y se adueñaron de las calles. No valieron las protestas de los conservadores para evitar que la nueva moda se extendiera por el istmo.

Tras esa libertad que les permitió mostrarse sin tabúes, algunas recurrieron al trabajo callejero; otras, a seguir la costura ya vestidas como mujeres; y algunas a buscar un reconocimiento público en la política, en la sociedad y en el arte: Amaranta Gómez Regalado, licenciada en antropología cultural y activista en prevención de VIH, es el ejemplo más conocido por su candidatura a la Cámara de Diputados de México en 2003. Otro ejemplo es Estrella Sánchez, de 31 años, también activista y quien obtuvo en abril de 2018, en un fallo histórico, asilo en Georgia (Estados Unidos); desde allí trabaja por los derechos de la comunidad LGBTI. En el país del norte también se encuentra Karla Wong, una artista zapoteca cuya obra refleja las tradiciones de su etnia. Y, en el istmo, está Pequeña, que si bien no es reconocida más allá de su región, es admirada en su tierra por sobrepasar la fatalidad de ser la amante para convertirse en esposa.

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Pequeña, vestida con faldón, güipil y moño verde, saca de un baúl los recuerdos de su matrimonio con el francés. Una decena de fotos y una fotocopia de la invitación a la boda con un montaje de la pareja posando frente a la torre Eiffel. En la invitación se lee: “El señor Sánchez y su señora Gloria Rito tienen el honor de invitarlo a usted y a su apreciable familia a la boda de su hija Érika con el señor Juan”. En realidad no se llamaba Juan, sino Jean, pero el latinismo les pareció más familiar para llamar al nuevo miembro del clan. En la invitación tampoco está escrito el apellido, nadie se tomó la molestia de preguntarle al hombre cómo se pronunciaba y mucho menos cómo se escribía, y a él pareció no importarle. A la boda no asistió ninguna persona con acento o rasgos europeos, Juan o Jean parecía un ser que aterrizó en el pueblo de repente, ya viejo, sin padres ni hermanos, porque nunca habló de ellos.

–La noche de la boda, los vecinos pensaron que estaba perdiendo la virginidad porque yo gritaba ¡no, no, no!, pero era para que mi marido no lo sacara… ¿sí entiendes? Su palito. Es que yo tengo las mañas de las mujeres y el aparato del hombre, el que entra no quiere salir.

El enamorado, que era millonario por alguna razón que nunca le preguntó Pequeña en los casi cinco años de convivencia, le concedió como regalo de matrimonio joyas en oro de 18 quilates tejidas a mano por artesanos de la ciudad de Oaxaca: collares de medallones tan grandes como un puño, aretes largos que bajaban hasta los hombros y anillos de todas las tallas para sus diez dedos. Ante tanto brillo, las señoritas del pueblo desearon ser tan famosas y grandes como Pequeña. Consideraron que ella había logrado el sueño de muchas de conseguir un príncipe extranjero con una billetera abundante de euros.

Fueron cuatro años y siete meses de vida conyugal. El hombre amaba la dulzura y el sexo con Pequeña. pero ante la falta de diálogos, porque aunque él aprendió español se quedó con la costumbre de no hablar, el amor se fue acabando. Con el tiempo se dieron cuenta de que no todo se solucionaba entre las sábanas y las diferencias los separaron cada vez más.

En marzo de 2013, el marido empacó la misma maleta con la que llegó, y desapareció. Nunca más se supo de él. Pequeña no lo llamó, no lo buscó y él tampoco lo hizo. Las señoritas que anhelaban un cuento de hadas como el de la muxe se dieron cuenta de que los cuentos reales no se terminan en las bodas, y que los príncipes también se marchan. Me confesó entre suspiros que hacía varios años no abría ese baúl. Esa misma noche publicó en Facebook las fotos de su boda con el siguiente mensaje: “Hay un hermoso recuerdo y una linda historia que jamás olvidaré”.

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Salimos de la casa para asistir a la fiesta. Ella está entaconada y su andar es torpe por la costumbre de caminar en sandalias. Las calles cubiertas de piedrecitas y de ranas espichadas y tostadas por el sol tampoco le ayudan. Tras un corto recorrido, llegamos a una calle cubierta por una lona verde que resguarda, en caso de alguna lluvia excepcional, a los más de 200 invitados. Hay cintas de colores, y al fondo un corazón con el nombre de los anfitriones que se casaron el día anterior y hoy celebran su fiesta. Pequeña es la única muxe invitada, es amiga de la pareja desde la infancia y fue la encargada de peinar a la novia y confeccionar sus trajes de matrimonio y de fiestas. Lleva 23 años como costurera. A los 15 fue alumna de otro muxe y se ganó el sobrenombre de Pequeña por ser la última discípula de su maestro.

Ella empezó a coser antes de esas clases, y su madre se dio cuenta de que no sería como su hijo mayor, un militar que vive en otro estado. La madre, que no tiene una teoría sobre la muxedad, explica la sexualidad de Pequeña con un “porque sí”.

En la fiesta habla sin pudor de los hombres que tiene al frente y hace chistes de doble sentido que hacen reír y sonrojar a las amigas que la escuchan y a las desconocidas que prestan atención. Ellas están acostumbradas al humor picante y al doble sentido de Pequeña; parece una tía lenguaraz e inofensiva que guarda secretos y es cómplice de travesuras. La muxe parece la mujer más feliz de la fiesta, su cara brilla por el sudor y ríe junto a sus oyentes. Los hombres, que no se mezclan con las mujeres en las fiestas tradicionales, miran desde su rincón mientras beben. Ellos hablan poco y bailan nada. Las mujeres, en cambio, se mueven al son de la música de banda en un corrillo que empezó con cinco bailarinas y subió a siete, a diez, a doce... Pequeña gira sobre su puesto agarrando la falda con la punta de los dedos y la extiende y la recoge como un acordeón de tela.

Desde el día que el francés abandonó la casa y se fue en un bus hacia quién sabe dónde, Pequeña renunció al amor estable y rutinario y dice que, a pesar del despecho por el recuerdo de la cotidianidad, se sintió libre. Ahora, de vez en cuando llegan hombres a su puerta para un sexo rápido y escondido, sin consecuencias ni reclamos. Siente que su alma ya no está para los menesteres del romanticismo y confiesa, como lo dijo Pay, que para un muxe no es fácil el amor, se sufre demasiado.

Fuente: El Tiempo de Colombia/ GDA

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