Los talibanes dicen estar en guerra contra la narco-economía afgana, primera fuente de recursos del país que también ellos aprovechan. Pero en su inmensa plantación de cannabis del sur, Ghulam Ali sabe que nada cambiará.
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Rodeados de pequeñas montañas de color ocre, su campo se ve perfectamente al lado de la principal ruta del distrito de Panjwai, en la provincia de Kandahar.
En más de tres hectáreas, las plantas de cannabis tienen la altura de un hombre, desde verde bien oscuro hasta amarillo, y se desprende de ellas un olor agrio.
“Se trata de la plantación más rentable, más que cualquier fruta y más que el opio que necesita más inversión y productos químicos”, explica Ali, de 30 años, con ojos azules risueños y turbante negro.
Durante 20 años, su familia de unos veinte miembros ha vivido en una pequeña casa hecha de tierra seca. Más bien modesta, pero por encima de los estándares rurales afganos. Todos los niños van a la escuela y en la época de la cosecha la familia llama a trabajadores externos.
“Es muy fácil que crezca aquí con este clima”, revela Ali, mientras mira a sus cuatro hijos y les hace gestos cariñosos.
Cada mañana al amanecer, antes de la oración, se pasea por todas sus plantas.
Dentro de un mes, tendrá lugar la cosecha. La planta se tamizará, se presionará y se calentará para extraer un aceite. Luego, se transformará en una pasta negra: hachís.
El famoso “afgano” atrajo en las décadas de los sesenta y setenta a numerosas caravanas repletas de hippies, que exportaron después variedades y técnicas al resto del mundo, desde el Líbano hasta el Rif marroquí.
Afganistán, uno de los países más pobres del mundo, es hoy en día el mayor productor mundial de drogas, principalmente de opio y hachís.
- Doble discursos -
Ali vende su polvo verde a los traficantes locales el kilo por entre 10.000 y 12.000 rupias paquistaníes (PR) --50 y 60 euros, 57 y 69 dólares. “Ellos sacan el doble” en Irán, Pakistán o la India, cuando él obtiene unas ganancias de 3.000 rupias (15 euros, 17 dólares) por el kilo.
Hasta este año, el antiguo gobierno respaldado por Occidente cobraba el “impuesto” a los productores, una retención oficiosa que reducía a la mitad sus ingresos. “De lo contrario, amenazaban con destruir nuestros campos”, subraya el agricultor.
En el lado opuesto, en las zonas que controlaban, los rebeldes talibanes también imponían una tasa al opio y al cannabis para financiar sus actividades.
Con los talibanes ahora en el poder, Ali espera escapar de los impuestos: “Nos dejan en paz, no creo que nos pidan un impuesto, no este año, tal vez más tarde”.
Oficialmente y en nombre de la ley islámica, el nuevo gobierno afgano aseguró que quería erradicar la narco-economía y su devastador efecto colateral, la drogadicción, que afecta al 10% de la población.
“No dejaremos a los agricultores que cultiven” cannabis y opio, afirma a la AFP el flamante gobernador de Kandahar, el mulá Yussef Wafa. El mismo que, cuando fue un influyente “gobernador en la sombra” talibán de la provincia, financiaba a la guerrilla con impuestos a las drogas.
Ali ha escuchado estos discursos, pero también sabe que los talibanes no pueden enojarse demasiado con los campesinos de esta región, puesto que siempre los han apoyado: “Las otras cosechas no nos han aportado nada”, desliza, ellos “lo saben y nos dejan en paz”.
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