Por: Laura Jiménez Varo
Desde Beirut
Neryes Abdelaziz se disculpa por la facha de su marido Lufti mientras le atusa la jalabiya cruzada por un costurón en la hombrera derecha: “Aún lleva la misma ropa, es la única que tiene”, se excusa. Bajo el vasto zurcido se esconde otro parche de carne remendada tan aprisa que aún parece fresca. Ambas cicatrices, la de la túnica y la del brazo, son el recuerdo de una bala atravesada que le ha dejado a Lufti la mirada perdida mientras habla.
“Cuando comenzaron los enfrentamientos en Arsal (en agosto, entre el Ejército libanés y milicianos sirios) todo el mundo se fue, pero yo me quedé para cuidar la tienda de campaña –rememora Lufti, de 54 años–. En el tercer día, un mortero alcanzó el campo (de refugiados) y yo fui herido de un disparo”. “Es la segunda vez –puntualiza Neryes–. La primera fue en el pie, en Damasco”.
Lufti y Neryes se han convertido, sin comerlo ni beberlo, en rehenes de una nueva guerra. El conflicto abierto entre el Ejército libanés y los milicianos sirios refugiados a las afueras de la localidad fronteriza les ha dejado sin casa, sin ayuda y sin comida. “Tenía una tienda (de campaña), aquí que se incendió (durante enfrentamientos) –clama Neryes–. Fue totalmente destruida. Tengo un marido, tengo hijos… ¿Dónde vamos?”.
La mayor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial, según ha calificado la ONU, ha dejado casi tres millones y medio de personas desperdigadas en toda la región. Solo en el Líbano, un país que ha colapsado ante una guerra con 200.000 muertos en tres años y medio, más de 1,1 millones de exiliados sirios registrados por las Naciones Unidas bregan por conseguir techo y llenar el estómago.
“Dependemos de los vales de Acnur –se queja la mujer–. Cocinamos con madera porque no tenemos combustible; ni siquiera las tarjetas son suficientes, necesitamos más pan diariamente de lo que podemos comprar con eso en un mes”. Neryes se refiere a los 27 dólares mensuales que el Programa Mundial de Alimentos, responsable de proveer la ayuda a los refugiados para hacer la compra, ha dejado de repartir a partir de diciembre ante la falta de fondos. Más de un millón y medio de personas corren el riesgo de no tener qué llevarse a la boca.
“Esta situación no nos sorprende, ya que la comunidad humanitaria viene advirtiendo desde hace tiempo que hay una falta de financiación”, se ha quejado Jean-Raphael Poitou, responsable de la ONG Acción contra el Hambre en Medio Oriente, “solo se han cubierto el 51% de las necesidades para 2014, si se producen más recortes, más refugiados se verán afectados”.
Según la organización, una de las que se ha visto obligada a suspender algunos de sus proyectos en zonas como Arsal, el retiro de las ayudas puede agravar los niveles de malnutrición, que en Líbano afectan a unos 2.000 niños menores de 5 años, un 6% de la población infantil refugiada, según Unicef.
A ello se une la violencia que los persigue. En el Líbano, el contagio del conflicto ha pasado de los enfrentamientos en la frontera a las calles, donde los libaneses han comenzado a tomarse la revancha contra la mayoría suní de sirios que huyen del régimen de Bashar al Assad.
“Lidiar con los libaneses se está volviendo más difícil, creen que los sirios tenemos la culpa de todo”, reconocía el doctor Bassem al Fares en su hospital en Arsal solo un día antes de que el Ejército irrumpiese en un campamento y arrestase al menos a 200 hombres como sospechosos de terrorismo y de colaborar con el Frente Al Nusra y el Estado Islámico.
“Hasta los niños pueden sentirlo cuando escuchan: ‘Eres sirio, no puedo juntarme contigo, no puedo jugar contigo’; algunos niños dicen que no quieren volver a la escuela porque los insultan”.