El Estado Islámico no para de perder terreno en Iraq y Siria. Pero dos años después de su fundación se ha hecho inmensamente más peligroso tanto ideológica como operativamente. Apenas le bastó un mes para demostrarlo apelando a su mejor estrategia: infundir el terror entre los civiles.
Mientras el grupo terrorista era derrotado por el ejército de Iraq, que avanzó como una aplanadora hasta recuperar la ciudad de Faluya, ubicada a solo 70 km de Bagdad y que había sido tomada en el 2014, la orden de sus portavoces para convertir el mes sagrado del Ramadán (del 6 de junio al 6 de julio) en el mejor momento para matar “infieles” se cumplía a rajatabla. Así, tanto lobos solitarios como escuadrones perfectamente coordinados han matado a unas 800 personas en una devastadora serie de atentados.
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El más salvaje fue el que destruyó una zona comercial de Bagdad. Hace siete días, un camión-bomba conducido por un suicida acabó con la vida de 292 personas, en el peor ataque registrado en ese país asiático desde el 2007. El objetivo fue la comunidad chiita (el Estado Islámico es sunita), con lo que los yihadistas refuerzan su estrategia de ahondar la división sectaria en territorios como Iraq, donde esas rivalidades han sido históricas.
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El sueño del califato
Como lo refiere el historiador sirio Sami Moubayed en su libro “Bajo la bandera del terror”, las raíces ideológicas del Estado Islámico se remontan a los primeros años del islam. Los yihadistas creen que la meta de los verdaderos creyentes es establecer un Estado regido por las leyes de la sharia y gobernado por un califa. Por eso, el 29 de junio del 2014 su cabecilla, Abu Bakr al Baghdadi, anunció la creación de un califato en los territorios conquistados en Iraq y Siria.
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Luego vino un avance arrollador, donde los pueblos y grandes ciudades no paraban de caer. Incluso llegaron a países como Libia. En esas zonas, instauraron sus propios gobiernos, con un sistema judicial, una moneda, una policía religiosa, un ejército poderoso, servicios de inteligencia eficaces, una bandera y hasta un himno nacional. Todo financiado con grandes ingresos económicos provenientes del contrabando de petróleo, los impuestos que cobran a los negociantes y los saqueos de bienes culturales.
De manera paralela, la ideología viajaba a través de Internet contaminando las mentes de fanáticos en todo el mundo.
El punto de quiebre en ese acelerado avance del terror fue la batalla de Kobane, en Siria, en enero del 2015. La derrota del Estado Islámico fue seguida por grandes victorias de los ejércitos de Iraq –apoyado por la coalición internacional–, de Siria y de milicianos peshmerga. Así, cayeron Tikrit y Faluya (Iraq), Ramadi y Palmira (Siria). Las próximas batallas decisivas serán en Mosul, la segunda ciudad más grande de Iraq, y Raqqa, la capital siria del Estado Islámico.
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En concreto, el Estado Islámico ha perdido el 40% del territorio que tenía en Iraq y el 20% en Siria. Y de acuerdo con Estados Unidos, la cantidad de nuevos reclutas ha bajado de 2.000 a 200 al mes. Y un tercio de sus 35.000 milicianos ha muerto.
¿Es el fin del Estado Islámico? No. Sus raíces ideológicas han trascendido las fronteras del califato. Así, solo en junio, lobos solitarios como Omar Mateen, el estadounidense de origen afgano que mató a 49 personas en Orlando; o los escuadrones coordinados que atacaron en el aeropuerto de Estambul, con el saldo de 44 muertos; y en un restaurante de Bangladesh, donde asesinaron a 20 rehenes, han empezado a actuar en nombre del califato.
Antes lo hicieron en París y Bruselas.
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“El Estado Islámico es, en primer lugar, una ideología que viaja rápido por todo el mundo. Necesitamos matar esa ideología”, le dijo Sami Moubayed al diario “El País” de España.
Si antes el Estado Islámico se diferenciaba de Al Qaeda porque priorizaba la expansión territorial, ahora está en la misma línea de la red fundada por Osama Bin Laden, perpetrando atentados en Occidente y en los propios países musulmanes. Es más peligroso.