“En la guerra y en el amor, todo vale”, dijo el escritor John Lyly hace algunos siglos. Y si bien intuimos que la frase contiene un pedazo de verdad, tomada literalmente (como, todo indica, lo hace Vladimir Putin), y no como un recurso literario, es más que un insulto a las víctimas, especialmente las de la guerra. No todo vale en la guerra.
Consideremos, para comenzar, los principios de “guerra justa” que establecen límites que no deben cruzarse: ius ad bellum(sobre cuándo declarar la guerra), ius in bello (sobre cómo librar la guerra) y, finalmente, ius post bellum (sobre cómo reparar la relación entre las partes una vez concluida la guerra). Los dos primeros grupos de principios son tan antiguos como, al menos, San Agustín. El último es un desarrollo doctrinario reciente.
La guerra en Ucrania, por ejemplo, ha violado el principio de “causa justa” (ius ad bellum). Este indica que la guerra solo puede librarse para proteger la vida inocente. También el principio de “último recurso” (igualmente ius ad bellum), que manda librar la guerra solo cuando todas las alternativas pacíficas se hayan agotado. La invasión rusa viene violando, por mencionar un principio más, el de “intención recta” (ius in bello), que exige, una vez iniciado el conflicto, evitar todo acto que impida la reconciliación futura de las partes.
Hablar de justicia nos remite, también, a hablar de virtudes intelectuales y morales. Después de todo la justicia es, como lo son la templanza, la fortaleza y la prudencia, una virtud cardinal. Las virtudes, nos decía Aristóteles, son modos de ser que nos permiten cumplir bien nuestra función: usar y seguir a la razón. De esta manera, las virtudes nos permiten florecer, alcanzar nuestra felicidad.
Pensemos en la fortaleza o coraje. Esta regula el miedo y, como toda virtud moral, se ubica en el medio de dos vicios: uno por exceso y otro por defecto. En este caso, se ubica en el medio de la cobardía (exceso de temor) y la temeridad (defecto de temor). La guerra en Ucrania nos muestra, casi a diario, ejemplos conmovedores de coraje. No solo el de soldados, sino también el de políticos y ciudadanos. El coraje pues (como dice Nassim Taleb) es “la única virtud que no puede fingirse”.
Consideremos, finalmente, al amor, al que la frase de Lyly también alude. El amor es, según la misma tradición que nos ha entregado los principios de guerra justa y las virtudes cardinales, también una virtud: la más importante de las llamadas virtudes teologales. Combinando las enseñanzas de Aristóteles con las de Jesús, la podríamos definir como un modo de ser por el cual deseamos el bien del otro por el otro mismo –incluso si es nuestro enemigo–.
El amor también se hace presente en la guerra, pero de manera antagónica. Ahora mismo, mientras escribo estas líneas y usted las lee, el amor se viene manifestando a raudales, haciéndole la guerra al odio y la muerte que conlleva: en los que se quedan a defender a su patria, en los que huyen para salvar a los niños y en los que, desde cerca o lejos, se organizan para dar una mano a las víctimas.
Decir cínicamente que “en la guerra todo vale” equivale a negar los principios de guerra justa, las virtudes cardinales y el amor. Lo que vale en la guerra (lo que brilla, lo que en medio de la tragedia en algo reconforta), en cambio, son aquellas historias que, precisamente, la niegan: las historias de heroísmo y amor. Las historias que alimentan otra virtud fundamental: la esperanza. La esperanza de que “todo corazón llegará al amor, aunque como un refugiado” (Leonard Cohen, “Anthem”).
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