Fernando  Bravo Alarcón

Mañana se cumplen 52 años desde que dos contiguos eventos naturales dieron lugar al más mortífero que golpeó al Perú republicano: en la tarde del domingo 31 de mayo de 1970, los departamentos de Áncash, Lima, La Libertad y adyacentes fueron sacudidos por un estruendoso terremoto que liberó suficiente energía como para provocar el desprendimiento de una viscosa mole del pico Huascarán que arrasó las ciudades de y Ranrahirca (Callejón de Huaylas).

Este dramático suceso se convirtió en un parteaguas en la historia de los desastres en el país. Además, como sostuviera el desaparecido ingeniero Julio Kuroiwa, marcó el comienzo de la ingeniería sísmica peruana. Después de él, el Estado modificó su forma de tratar con las catástrofes: si antes las respuestas eran reactivas y un tanto caritativas, posteriormente (1972) se instituyó un sistema especializado en desastres cuyas claves de bóveda serán la prevención y la gestión de riesgos, para convertirse en una política de Estado. De esta manera, se oficializa una perspectiva que abandona las explicaciones mágico-religiosas y naturalistas de los desastres. Pero no solo eso. Como sostiene el historiador Víctor Álvarez, merced a la magnitud de la ayuda humanitaria internacional que llegó al Perú tras el evento, esta tragedia local alcanzaría un carácter “global” en el contexto de la Guerra Fría.

Otra consecuencia fue la aparición de estudios de índole social y antropológica en torno de los desastres, los cuales pretendían ir más allá de sus aspectos geofísicos e ingenieriles para afirmar un paradigma donde la vulnerabilidad, la participación social, la gestión local y el desarrollo tendrían cabida. Aquí vale destacar el trabajo pionero del antropólogo Anthony Oliver-Smith, quien tras un consistente trabajo de campo en el renaciente Yungay emprendió uno de los primeros estudios etnográficos centrados en el cambio y la adaptación que un grupo humano enfrenta tras sufrir un evento catastrófico. El puñado de yungaínos sobrevivientes no solo tuvo que vérselas con incontrolables fuerzas tectónicas, sino también con fuerzas políticas de cambio, encarnadas por el gobierno reformista de entonces y agentes internacionales que decidieron aprovechar la destrucción de las ciudades del Callejón para imponer esquemas de convivencia social y urbana que no comulgaban necesariamente con la de los damnificados.

La tragedia de 1970 también nos obligó a revisar la multiplicidad de condicionantes críticos que maximizan los impactos de las amenazas naturales: desordenada ocupación del territorio, informalidad, pobreza, falta de autoridad, debilidad institucional, sin olvidar aquellos elementos geofísicos e hidroclimáticos, como nuestra exposición ante el fenómeno de El Niño y el llamado Cinturón de Fuego del Pacífico. De allí que diagnósticos que consideraban a los desastres como expresión de “problemas no resueltos del desarrollo” adquieran legitimidad.

A todo esto añadiría que nuestra confianza en la ciencia es bastante relativa: en 1962, científicos advirtieron en vano sobre la posibilidad de un alud sobre Yungay. En la actualidad, los sismólogos, ingenieros y meteorólogos son requeridos tras algún temblor, sequía o friaje, pero sus invocaciones no siempre son escuchadas. Quizás ya se ha normalizado la situación por la cual se conoce de poblaciones expuestas a peligros anticipados frente a la cual no hay decididas acciones de prevención: el riesgo de desborde de la laguna Palcacocha sobre Huaraz, la creciente ocupación de las faldas del volcán Misti en Arequipa, el posible deslizamiento de los pasivos mineros del cerro Tamboraque (San Mateo) sobre el río Rímac, entre otros casos.

Aunque suene repetitivo, 52 años es tiempo suficiente tanto para aprender de estas tristes experiencias como para aplicar acciones de cuya omisión podríamos arrepentirnos.

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