Para muchos juristas y politólogos del primer mundo, tener varias constituciones es como contar con varias partidas de nacimiento. Les resulta inconcebible, y por ello optan por las reformas constitucionales. En nuestro caso, y si no se toman en cuenta los estatutos, los reglamentos provisorios ni las constituciones de los Estados del Norte y Sur peruanos de la Confederación peruano-boliviana, hemos tenido, con la vigente, doce constituciones en doscientos años de proclamada la República. Flaco favor nos hemos hecho los peruanos y no terminamos de aprender. Mirando retrospectivamente, inestabilidad pura y dura y, por cierto, una indeseable tarjeta de presentación.
Pensar que una nueva constitución cambiará nuestra esquiva actitud a practicar importantes valores republicanos y cívicos es como pretender que vistiendo cuello y corbata somos mejores ciudadanos.
El principio de la primacía de la realidad nos impide persistir en actitudes negacionistas. Atenta contra la recta razón y, así, contra la verdad. La verdad puede ser objetiva y subjetiva. Una mesa es una mesa. Para mí puede parecer pequeña y para el lector, grande, pero la cuestión es que ambos observamos una mesa.
El negacionismo es una actitud irracional para no asumir las consecuencias de actuar conforme a la realidad para cambiar y mejorar las cosas. Desterremos el hecho de negar por negar. Aceptemos que los retos que enfrentamos son enormes, que la era disruptiva está cambiando casi todo y que debemos reducir lo máximo posible las brechas, mejorar los servicios públicos y contar con un Estado dotado de instrumentos suficientes, eficaces y eficientes que nos permitan una mejoría sustantiva de nuestra calidad de vida dejando que la libertad individual impere todo cuanto sea posible.
La Constitución vigente descarta una asamblea constituyente. Pero como no nos acostumbramos a respetarla y tampoco las leyes (y menos aún el espíritu de las mismas) y dado que el señor Castillo ya anunció, sin ser proclamado, que “el 28 de julio pediremos al Congreso que agende instalación de la Asamblea Constituyente”, la única alternativa es reformar la Constitución acorde a los mecanismos por ella previstos. Y sí creo que hay que reformarla.
A mi juicio, doce tópicos resultan centrales a ser reformados o incorporados a la luz de fracasos o ausencias. Debemos incorporar el acceso al Internet como derecho constitucional, establecer un régimen parlamentario bicameral diferenciado, cambiar el ciclo anual presupuestal acorde al tipo de gasto, reformar el régimen de la regionalización para subsanar enormes falencias, evitar robos y redefinir límites y competencias, establecer el voto voluntario, establecer el voto electrónico, definir y regular la vacancia presidencial, definir y regular la cuestión de confianza, restablecer la reelección parlamentaria, darle entidad constitucional y competencias al Consejo de Estado, otorgarle funciones vinculantes al Tribunal Constitucional sobre la ratificación de los tratados internacionales, dado que la opinión de la dirección de Tratados de la Cancillería resulta juez y parte, en tanto conforma el Poder Ejecutivo. A este respecto, Colombia ha avanzado bajo el novedoso concepto de bloque de constitucionalidad. Finalmente, cubrir todas las coladeras, falencias y ausencias que padecemos por el actual sistema electoral con el fin de que, a futuro, todas las elecciones tengan un tratamiento veraz, justo, previsible, transparente y razonable que garantice a toda la ciudadanía que la democracia del sufragio está blindada de libres o interesadas interpretaciones.
Por cierto, el debate sobre las reformas no debe en ningún caso distraer la atención prioritaria y urgentísima de las enormes carencias que siguen agudizándose con la pandemia y con la desaceleración de la economía y que, día a día, entierran puestos de trabajo y aumentan los nuevos bolsones sociales propios de la naciente era, los neoanalfabetos y los neoexcluidos.
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