Cualquier recuento de lo sucedido en el 2024 debe empezar por reconocer el total predominio del Congreso como fuente y epicentro de la actividad política. En un sistema presidencialista (formalmente) como el peruano no existe eso de ser “el primer poder del Estado”, como les gusta repetir, pero este año el Congreso sí se ha comportado como si fuera el único.
Una vez sorteada la transición violenta que siguió al autogolpe fallido de Pedro Castillo y la posterior llegada de Dina Boluarte al poder, y neutralizadas las instituciones que podían contraponerse al Parlamento en el 2023, el 2024 fue el año de la consolidación del poder del Legislativo. Probablemente será su pico, ya que las ansias electorales durante el 2025 dificultarán los consensos que dieron lugar a leyes promulgadas con amplias mayorías, muchas de ellas en beneficio propio o de intereses muy estrechos (e ilegales, también).
La sucesión que llevó a Dina Boluarte a la presidencia permitió que el Congreso dejara a un lado su labor fiscalizadora y de oposición al Ejecutivo para tomar un rol legislativo mucho más activo. Para ello fue clave trabajar antes en debilitar instituciones, como el Tribunal Constitucional, la Defensoría del Pueblo o la Junta Nacional de la Justicia. Los únicos espacios de oposición están hoy en los medios de comunicación y la sociedad civil.
En Transparencia hemos trabajado un informe que identifica las 20 leyes promulgadas desde el 2021 por este Congreso que han socavado la institucionalidad y el Estado de derecho, y 15 de ellas fueron aprobadas en el 2024. Hay retrocesos significativos en materia de democracia, derechos humanos, educación y lucha contra el crimen organizado, que van desde eliminar la obligatoriedad de las elecciones PASO hasta excluir a los partidos políticos de responsabilidad penal, pasando por una nueva extensión del Reinfo, y que deja como resumen la poderosa influencia de economías ilegales e informales en el seno del sistema político.
¿Qué hubiera ocurrido si luego del fallido golpe de Pedro Castillo se hubiera convocado a elecciones generales? ¿O si el 7 de diciembre del 2022 Dina Boluarte renunciaba, como había anunciado siendo vicepresidenta, y el Congreso establecía un gobierno de transición? ¿Le hubiera ido mejor al Perú?
El 2024 llega a su fin invitándonos a formularnos estas preguntas. Pero las ucronías son, a fin de cuentas, especulaciones. Lo real es que la presidencia es la institución más maltratada en medio de la descomposición del equilibrio de poderes a la que hemos asistido en los últimos 12 meses.
El personaje más negativo por lejos. La desaprobación más alta en la historia reciente. Un 3% de respaldo que se diluye en el margen de error. Las encuestadoras no mienten. Acusarlas de intento de soborno no las va a desacreditar. Cualquier insulto o ataque en boca de Boluarte es una condecoración. Sus intentos por sonar empática, como ocurrió con su mensaje de Nochebuena, provocan rechazo. Se lo ha ganado a pulso.
Rehén de su ambición aceptó una responsabilidad para la que nunca estuvo preparada. Lo sabía. Lo sabe hoy. Lamentablemente, las consecuencias de esa obstinación que no es solo de ella –porque también recae en sus ministros y la mayoría de los congresistas– tendrán dimensiones que todavía es imposible estimar. Queda más de un año de Gobierno por delante. Difícilmente habrá quien quiera arriesgar capital político para asumir las riendas en la previa de la campaña.
Por lo pronto, no prosperará una vacancia.
La gestión de Dina Boluarte pasará a la historia como la constatación, ojalá el punto culminante, de la degradación política que nos envuelve desde la renuncia de Pedro Pablo Kuczynski. Una amorfa continuación de la pobreza moral y la incompetencia de Castillo que hizo uso abusivo y grosero del poder a favor de una camarilla de aventureros, en momentos en que el Perú necesitó más de un líder que pusiera por delante los intereses del país.