“La presidenta, al jurar como tal, se constituye como la jefa suprema de las FF.AA. y la PNP, y tiene facultades de ‘superior jerárquico’”.
“No reconozco otro caudillo que la Constitución”, refirió el gran almirante Miguel Grau para describirse como un subordinado de la Carta Magna incluso por encima del presidente. Vista así, la Constitución se encuentra por encima del ejercicio de la autoridad de más alto rango, según nuestro ordenamiento legal.
Desde esta perspectiva, la sociedad organizada no puede mirar hacia un lado cuando en los hechos son las pesquisas de la autoridad competente las que se orientan a encontrar entre la muchedumbre a los responsables individualizados de un delito cometido en medio de una protesta, y la autoridad asume por igual la responsabilidad frente a cada uno de sus actos públicos.
Cuando hablamos así de la autoridad o de la “administración pública”, nos referimos precisamente al Estado que subsume este concepto frente a la nación (“el pueblo”), porque las sociedades han encontrado desde la génesis de su historia que el “orden” es la única forma en la que estas pueden convivir civilizadamente. En el Perú, la Constitución, en su artículo 167, señala que el presidente de la República se constituye como el jefe supremo de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional; por lo tanto, es recién jerárquicamente por debajo del ejercicio de dicho cargo que se inicia la línea de comando.
Numerosos son los ejemplos en la historia de la humanidad en los que podemos encontrar líderes y comandantes dirigiendo ejércitos y naciones en tiempos de paz y de guerra compartiendo, en sus respectivos niveles, la responsabilidad de sus cargos que sus respectivas naciones y la propia historia les confieren. Desde los antiguos imperios de Egipto, Roma y China, hasta los que hoy en día nos remiten a la dirección y coordinación de operaciones militares, como lo fue el caso de la operación Chavín de Huántar hasta el de la guerra entre Rusia y Ucrania, todas incluyen toma de decisiones, planificación y supervisión de operaciones; todo esto, dentro de un orden necesario y debidamente prestablecido, como lo prescriben las normas constitucionales en cada caso.
Para nuestro orden constitucional, la presidenta, al jurar como tal, se constituye como la jefa suprema de las Fuerzas Armadas y policiales y tiene, desde la formalización de su cargo, facultades de “superior jerárquico”. Con ello, “todos” se mantienen por debajo de la “línea de flotación” como lo indica el “poder constitucional” (artículo 169 de la Constitución), sin perjuicio de las disposiciones contenidas en el Código de Justicia Militar Policial y demás normas aplicables dentro del orden establecido y sin que la presidenta pueda abdicar de su responsabilidad frente a las acciones de comando, salvo que dicho acto conlleve abdicar también del ejercicio del poder asumido y públicamente reconocido. Las responsabilidades no se delegan ni se eluden, señora presidenta.
“La presidenta no puede ni debe mostrar debilidad cuando se trata de tomar decisiones”.
En un Estado de derecho, en el que se garantiza justicia y libertad para todos los ciudadanos y en el que la ley regula situaciones, define alcances e impone límites y sanciones, las autoridades son elegidas para tomar las mejores decisiones –sin tener dudas– que permitan salvaguardar la convivencia y la paz social.
Por ello, nosotros como autoridades nunca debemos tener miedo de tomar decisiones cuando se actúa conforme a la Constitución, la ley y los reglamentos, más aun si dichas decisiones están orientadas a garantizar y restablecer la paz social que se vio amenazada por algunos grupos con intereses subalternos que se escondieron en las últimas protestas sociales.
La génesis de este episodio se generó a raíz de las conclusiones del informe elaborado por la Comisión Interamericana de Derecho Humanos (CIDH). Dicho documento ocasionó en nuestro ecosistema político y social un conjunto de sentimientos encontrados. Algunos saludando los resultados y otros, como nosotros, expresando nuestras severas críticas por la evidente omisión y visión sesgada de los hechos sobre las protestas sociales que dividieron y enlutaron a nuestro país. Lo que no quita que, ante los casos de posibles excesos, se debe individualizar responsabilidades y no actuar contra la institución.
Pero el momento más álgido de este episodio se dio a causa de las declaraciones poco juiciosas emitidas por la presidenta Dina Boluarte respecto de su rol de comando sobre las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional del Perú ante las protestas sociales al inicio de su mandato y que han servido para que quienes no suelen caminar en una misma línea se unan desde sus posturas políticas en una crítica casi al unísono contra dichas expresiones.
La presidenta no puede ni debe mostrar debilidad e inseguridad cuando se trata de tomar decisiones que tengan por finalidad sostener y garantizar la paz social de nuestro país, sobre todo si ello aviva críticas desmesuradas respecto de las actuaciones de nuestras fuerzas del orden en el marco de un estado de emergencia decretado por el Gobierno e incluso cuando se tuvo que actuar para contener una crisis social mayor. Por lo tanto, es oportuno expresar nuestro agradecimiento a ellos por el compromiso y desempeño demostrado.
Más allá del evidente impasse político cometido, y pese a que lo corrigió de forma célere –punto a su favor–, esto no quita el sinsabor ni las dudas razonables que nos ha dejado por las declaraciones vertidas. Hoy, la mandataria tiene la oportunidad de transformar ello y liderar todos los esfuerzos para fortalecer la institucionalidad y credibilidad de diferentes entidades de nuestro estado.
Por ello, nunca debemos temer o dudar de las decisiones tomadas en el marco de la Constitución, la ley y los reglamentos, más aún si estas tienen por objetivo garantizar la paz social, gobernabilidad y el desarrollo de nuestro país. Como diría Andrés Bello, “solo la unidad del pueblo y la solidaridad de sus dirigentes garantizan la grandeza de las naciones”.