“El Perú es un problema, pero también es una posibilidad”, escribió alguna vez Jorge Basadre. Casi un siglo después, la historia nos ha mostrado cómo las diferentes posibilidades que hemos tenido se han diluido producto de una clase política mercenaria y de una ciudadanía adormecida. No hemos sido capaces de escalar de la crisis política hacia el debate de fondo, hacia la discusión pública de los problemas estructurales y las propuestas de solución que merece el país. Esto se ha repetido hasta el cansancio. Tantas veces que hasta parece imposible escapar del hoyo en el que estamos.
Entre estas idas y vueltas, hemos llegado a un punto en donde nuestros actores políticos ya ni siquiera se esfuerzan por disfrazar sus reales intenciones. El descaro con el que actúan es descomunal y los espacios de poder, como el Congreso y Ejecutivo, están en plena descomposición. El rechazo ciudadano es, pues, una consecuencia de cuán degradada está nuestra política. No sorprende, por ello, que dos de cada tres peruanos desconfíe del Congreso y Ejecutivo, según la última encuesta de CPI.
¿Por qué, entonces, si estamos tan indignados seguidos guardando silencio? Quizá, esto sea así, porque nos hemos acostumbrado a los líderes mesiánicos, a un puñado de protagonistas, a los salvadores. Sin embargo, la salida a la actual crisis política requiere más que eso. Requiere entender también que, junto con esta crisis, atravesamos una mucho más profunda: una crisis ciudadana. El hartazgo de ver cómo se ha corroído nuestra política nos mantiene distantes, inertes. Estamos sumidos en una indignación silenciosa.
No obstante, en este contexto de políticos y partidos desacreditados, la ciudadanía tiene que despertar y ser quien encabece el adelanto de elecciones generales. No puede ser posible que políticos caducos, amañados con la corrupción, pretendan encabezar marchas para que se vaya Pedro Castillo y se quede un Congreso de rufianes. La salida es: ¡qué se vayan todos!
Los ciudadanos anónimos son los llamados a ser los protagonistas del cambio. Y por eso resulta saludable que surjan movimientos civiles con tal fin. El camino para salir de la crisis actual lo debe marcar la ciudadanía independiente, sin móviles personalistas o partidarios. Esta es la oportunidad para escalar hacia el debate de fondo: la renovación de la política, la cual no solo implica cambiar unos actores por otros.
La renovación exige combatir las viejas prácticas y reglas no escritas que han hecho de los partidos políticos instituciones informales del particularismo, como denuncia Alberto Vergara. Los partidos son la raíz del problema, el foco infeccioso de la política. Por ello, la ciudadanía tiene que apostar por su institucionalización, a través de reformas que limiten, por ejemplo, el poder de las cúpulas partidarias y busquen llevar el espíritu democrático a la esencia misma de los partidos.
La reforma política es un primer paso indispensable para salir de la actual crisis política, pero irrealizable mientras la ciudadanía no se compre el pleito. Necesitamos exigir, como ciudadanos, que las organizaciones políticas respiren democracia y no la usen como un discurso barato. De lo contrario, es más por seguro que seguiremos tropezando con la misma piedra.