En la elección de los miembros del Tribunal Constitucional, el Congreso de la República enfrenta un nuevo conflicto de interés. Es cierto: estar en un conflicto de interés no es malo en sí mismo (después de todo, algunos son inevitables e incluso pueden llegar sin pedirlo). El reto es gestionarlos éticamente.
Digo que el Congreso enfrenta un conflicto de interés, pues el caso corresponde con la definición: un conflicto de este tipo es una situación en la que un interés tangible (como el dinero) o intangible (como la amistad) nos tienta a incumplir un deber vinculado a una posición, cargo o trabajo. Es una situación que, además, amenaza ilegítimamente el interés de un tercero.
Pensemos en este caso. Un gerente de recursos humanos se ve tentado a contratar a su amigo. Decimos que enfrenta un conflicto de interés, pues tiene un interés intangible que lo tienta a deshonrar el deber laboral de contratar al mejor candidato. Asimismo, esta situación amenaza el interés de su empleador, quien podría encontrarse en una relación laboral con alguien incompetente.
Volviendo al caso del Congreso, ¿cuál es su deber? Elegir a los mejores abogados, tanto en términos “técnicos” como morales. ¿Cuál es su interés? Elegir a aquellos que los sirvan en su guerra con el Poder Ejecutivo. ¿Y quién es el tercero cuyo interés se ve amenazado? Los peruanos. Por todo esto, el Congreso enfrenta un conflicto de interés.
Noten que no he mencionado la naturaleza conservadora o liberal de los candidatos. Que un partido conservador (o liberal) se incline a elegir a un tribuno afín es legítimo. Esta motivación no genera un conflicto de interés, pues, más bien, responde a la visión del mundo que corresponde a ambas tendencias. Por supuesto, lo ideal sería aspirar a un tribunal balanceado y con miembros con espíritu socrático (conscientes de sus límites).
Lo que está en juego no es menor. El Tribunal Constitucional es el órgano de control de la Constitución. Hablamos de la misma Constitución cuyo primer artículo establece que el fin supremo del Estado es la defensa de la persona humana y su dignidad. En otras palabras, es la institución responsable de garantizar que ninguna ley nos denigre.
Imaginemos que, cegado por su interés, el Congreso elige a alguien que no se encuentra intelectualmente a la altura de la misión. Este hipotético magistrado no tendrá la capacidad de detectar una mala ley. En la práctica, esto derivará en la legitimación de leyes que atentarán, en casos extremos, contra nuestra dignidad.
Imaginemos ahora que el Congreso elige a una persona capaz pero inmoral o con reputación dudosa. Acá el caso será mucho más grave, pues la Constitución y el fin supremo que establece no serán su prioridad. Su prioridad, en cambio, será servirse a sí mismo y a sus asociados.
De gestionar mal el conflicto de interés que enfrenta, el Congreso hará un daño profundo a la frágil institucionalidad del país y a la justicia. Pareciera una tarea fácil y hasta entusiasmante: “Elijamos a los mejores juristas del país”, dirá uno. “Hagamos una elección balanceada”, añadirá otro. La selección, así inspirada, sería la envidia de todo estudio de abogados y de toda Facultad de Derecho. Pero la lista de candidatos, en su mayoría, no lo es.
Todo esto, que para muchos lectores será obvio, parece no serlo para los congresistas de la mayoría (los de la oposición han pecado de otra forma: por omisión, al no presentar candidatos). ¿Por qué no lo ven, si es tan claro? Quizá se deba a una visión (mal llamada) “realista” de la política, que no es exclusiva de ellos. Una visión que la reduce a la lucha de poderes y que la aleja de su real objetivo, que es la defensa de lo único que no tiene precio: el ser humano.
P.D. El Congreso debe modificar el inciso 4.e del Código de Ética Parlamentaria, de manera tal que incluya los intereses intangibles como causantes de conflictos de interés (hoy solo menciona intereses “económicos”). Que no lo haya hecho aún sugiere que los congresistas tienen un interés en no regular apropiadamente sus conflictos de interés.