A un día de cumplirse un año del golpe de Pedro Castillo, ejemplo de ilegalidad, cinismo y desfachatez, las graves acusaciones que van y vienen en torno de la Fiscalía de la Nación, el Congreso, el Tribunal Constitucional y el Poder Ejecutivo nos hacen poner los pies sobre la tierra. Terminó un prolongado silencio sísmico, llegó el terremoto. Es un sismo hecho en casa. No hay influencia externa ni un poder tras bambalinas que lo ocasionen desde fuera. El triste espectáculo que tenemos ante nosotros es obra de peruanas y peruanos, educados aquí, que viven aquí, que tienen familia aquí; algunos de ellos elegidos además con nuestro voto, otros por colegas de misión institucional o por imperio de la ley. Por ello, duele tanto y descorazona cuando pensamos en el futuro del Perú y en cómo juegan con la educación de calidad los personajes e instituciones que están en escena.
En el diluvio de mentiras y acusaciones han quedado en evidencia dos hechos: el poder de la corrupción y que nadie se acuerda de la dignidad. Se prefiere enredar las cosas aprovechándose de las víctimas de la violencia durante las protestas de inicio de año e insistir en el indulto a Alberto Fujimori haciendo gala de un pernicioso acuerdo de ‘toma y daca’ que impide sancionar al corrupto y señalar a quienes quiebran la legalidad. Pero el hecho de fondo parece intocable: la corrupción se ha instalado en los poderes del Estado.
La corrupción nació, creció, se reprodujo, pero no hay señales de que tenga su funeral a la vista. Al revés, ha diversificado su presencia, renovado sus actores y enraizado su abominable influencia en el poder, junto con la decadencia de la discusión y del razonamiento políticos. Su empuje ha calado otros espacios del día a día, imponiendo amenazas y temor en cientos de personas, e instaurando un clima general de abandono y fragilidad que impiden ver el futuro con optimismo. A quien acusa, se lo acusa; a quien se opone, se lo insulta y denigra.
Decía “dignidad”. Ha desaparecido del vocabulario. No es raro. La dignidad implica valorar a las personas, ponerlas en el centro y respetar derechos humanos como el acceso a la justicia, a medios adecuados de salud, a una educación de calidad y a tener una vida digna en igualdad de oportunidades, tanto mujeres como hombres. La corrupción lucha contra esos derechos. Es su principal opositor. Quien hable del bien común parece ocuparse de una antigüedad cuyo valor se lo llevó el tiempo y el olvido.
Aunque estamos bajo un manto de incertidumbre, no es necesario encender las luces para reconocer a peruanas y peruanos que nos llenan de orgullo, ni a culturas y ejemplos de creatividad y desprendimiento que nos hinchan el pecho con aire fresco y sano, y que permanecen alejados de la oscura marea que ahora quiere imponerse en nuestra vida nacional. Con las peruanas y los peruanos de bien debemos vencer el abatimiento y la desesperanza que cristalizan en nuestros jóvenes cuando se preguntan por el futuro. Se trata de nuestro –¡nuestro!– país. Es nuestra responsabilidad formar para la democracia y la paz. La esperanza no se impone ni está en una ley; es una obra colectiva y se lleva dentro.