Doscientos años después de que San Martín declarase la Independencia del Perú, el país ha construido un modelo geopolítico que ha transitado de los pequeños núcleos de poder provincianos –herencia de las reparticiones coloniales en su gran mayoría, representados por los caudillos– al centralismo, que se instauró tras la unificación de estas diversas provincias en torno a la idea de una nación peruana nacida de la derrota frente a Chile en la Guerra del Pacífico.
En democracia o dictadura, con bonanza o crisis económica, con escasos medios de comunicación o incluso en tiempos de interconexión satelital o vía Internet, Lima ha concentrado desde entonces gran parte del poder y los recursos. Ningún intento por revertir esta situación ha sido suficiente, pues la capital sigue concentrando un tercio de la población, el 45,8 % del PBI, ocho de cada diez fábricas nacionales, las mejores universidades y un largo etcétera. Ningún otro país en la región tiene estos indicadores.
Al asfixiante centralismo se le ha sumado un modelo de poder político regional, generado por el último intento descentralizador de Toledo, con gobernadores con más presupuesto y menos escrúpulos para evadir los mecanismos de fiscalización poco funcionales. Este modelo es aun más pernicioso que el que atosiga a la miope clase política limeña porque los llamados gobiernos subnacionales (regiones y municipios) concentran el 66,1% de la inversión pública. Si este nuevo intento por desconcentrar el presupuesto y el poder político en las regiones lo midiéramos por el número de gobernadores procesados, encarcelados o fugados por la acción de la justicia penal, diríamos que lo único que se logró descentralizar fue la justicia anticorrupción.
Hay un patrón de conducta política que los gobernadores denunciados han seguido en gran parte del territorio nacional: supina improvisación e irresponsabilidad en planificar y ejecutar políticas públicas, funcionarios de confianza sin preparación técnica o profesional y nula experiencia en gestión pública. El resultado, casi como una franquicia, es: obras mal hechas, paralizadas, inservibles o innecesarias como subproducto de la corrupción más obscena. Ha habido tanto dinero por transferencias directas, canon o sobrecanon minero que las transnacionales de la corrupción se mudaron a las regiones para iniciar proyectos que hoy son monumentos al soborno. Si Martín Vizcarra dejó cinco obras mal hechas, sobrevaloradas o simplemente no acabadas en Moquegua; Vladimir Cerrón, el “médico de los pobres”, ha paralizado o no ha construido nueve hospitales en su región que, en medio de esta pandemia, hubieran salvado cientos sino miles de vidas.
Para no hablar de los 18 exgobernadores sentenciados y procesados por casos graves de corrupción, siete de ellos presos y los otros con arresto domiciliario, comparecencia restringida o prófugos, a la pésima gestión hay que sumarle los métodos criminales que algunos usaron para deshacerse de sus rivales políticos (Álvarez en Áncash), para someter o amedrentar a la prensa (Cerrón en Junín, Vizcarra en Moquegua, y varios más) o para desviar fondos públicos a sus campañas políticas. Ese modelo, en su versión radical de izquierda, con una propuesta económica anacrónica y un plan de sometimiento de las instituciones públicas explícito, es el que obtuvo 19% en la primera vuelta. La otra alternativa es la reminiscencia de un modelo del poder siamés (Fujimori-Montesinos) –con el que envileció las instituciones en su intento de perpetuarse en el poder y también violó muchos artículos del Código Penal– y una mochila propia por haber provocado la ingobernabilidad en el quinquenio que acaba.
En esa encrucijada, la opción más sensata es presionar desde la ciudadanía para tener compromisos reales que aseguren que quien llegue a la Presidencia respete la continuidad del período democrático más largo de nuestra historia.
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