El fallo de la Corte Interamericana en el caso de la terrorista Gladys Espinoza Gonzales ha renovado la discusión acerca de su papel como órgano jurisdiccional, así como la del comportamiento del Estado y de algunas instituciones privadas que operan como abogados.
Parte de la ciudadanía tiene la impresión que, en ocasiones, la corte, parapetada en su rigor técnico y su soberbia academicista, resuelve con tenue e insustancial registro histórico sobre hechos que se conectan inmediatamente con el demente e infecundo objetivo de algunos de promover una revolución sobre charcos de sangre y destrucción; claro está bajo el eufemismo de conflicto armado. Y no es infrecuente criticarla por resolver en divorcio con la realidad. Más aun, parece que ahora se busca acceder ante ella solo para obtener el cobro de cuantiosas indemnizaciones, que al final sufragan los desconcertados ciudadanos.
Sin embargo, sin mezquindad, se tiene que reconocer el importante papel de la corte como contribuyente comprometido en la consolidación del Estado de derecho, la afirmación de los principios y valores democráticos y en la cimentación de una cultura de respeto hacia la dignidad de la persona. De ello pueden dar fe los jubilados, los cesantes, los trabajadores, entre otros, que han obtenido justicia tras la negación en sede interna de sus reclamos.
Ahora bien, más allá de la impresión y situados en el terreno de la verdad, aparece claro que en este caso existió una omisión de sanción a agentes estatales que cometieron delitos tan atroces como la tortura y la violación sexual. Esta situación no puede ser soslayada por más que se afirme que la beneficiaria es alguien que, seca de espíritu y canija de humanidad, atentó con total violencia contra la sociedad.
Espinoza Gonzales es y seguirá siendo una persona con derecho a que se le respete como tal. Esta garantía no admite excepciones en una sociedad civilizada. En este contexto, hay que reconocer con rotundidad que la decisión de la corte es correcta.
El goce de los derechos humanos y la defensa de la dignidad no es patrimonio solo de los buenos, alcanza también a los que con sus primarios comportamientos ponen en duda la condición de lo humano. En el respeto de estos atributos radica la supremacía de la moral ciudadana y afirma el compromiso con la vida racional.
Más allá de supuestos o reales errores en la defensa de dichos derechos, el anhelo de una convivencia sana obliga a ratificar la vocación de tutela y promoción de estos. En este camino el papel de la Corte Interamericana es altamente positivo.
En relación con el Estado, cabe señalar que a base de consideraciones trasnochadas este es siempre observado como agresor y victimario; la realidad presente desmiente esa totalizadora imputación. Basta ver lo que los grupos terroristas vienen haciendo en diversos países.
Lo expuesto no es óbice para que en el caso en concreto se reconozca que el Estado no ha cumplido una vez más con su responsabilidad de procesar a los enemigos de la democracia y de los derechos humanos y de defenderse ante el sistema interamericano con solvencia técnica, eficiencia, eficacia y responsabilidad. Este tiene aun la cuenta pendiente con sus ciudadanos de hacer bien lo que tiene que hacer.
Por último, la participación de instituciones privadas en pro de la defensa de los derechos humanos ante la corte es un acto loable y necesario; pero a la fecha imperfecto.
Al parecer, en algunos casos existe falta de memoria y suficiente pasión para advertir que cadáveres y discapacitados por actos de servicio (empleados públicos, militares y policías) esperan también justicia. Que algún día así sea.