Debería haber sido el mejor momento de Europa. Golpeada por múltiples olas de COVID-19, la Unión Europea había encontrado una manera noble de demostrar su razón de ser: haciendo que la vacuna estuviera igualmente disponible para sus 27 estados miembros, ricos o pobres, pequeños o poderosos, a través de una iniciativa conjunta de adquisiciones.
La vacuna sería doblemente eficaz. Protegería la salud de 450 millones de habitantes, permitiría reanudar la actividad económica normal y fortalecería la unidad del bloque. ¿Qué mejor manera de demostrar que somos más fuertes juntos?
Sin embargo, el proceso se ha convertido en un caos. Lento para asegurar contratos de vacunas, el bloque comenzó su despliegue notablemente más tarde que Gran Bretaña y Estados Unidos. Uno de los fabricantes, AstraZeneca, no pudo cumplir con sus pedidos, lo que provocó una escasez de suministro y una desagradable disputa con Gran Bretaña. Solo el 3% de la población del bloque ha recibido una inyección.
¿Qué salió mal? Varios factores parecen obvios. Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, el organismo ejecutivo responsable del programa de vacunas, es una. Su estilo de gestión ha dado paso a errores tácticos. Ninguno fue más evidente que su decisión del viernes de controlar la exportación de vacunas fabricadas en Europa, que habría creado efectivamente una frontera dura entre Irlanda e Irlanda del Norte, un resultado que la Unión Europea ha pasado los últimos tres años tratando de evitar.
El enfoque deliberativo del bloque es otro factor. Por lo general, los estados miembros son responsables de sus propias políticas de salud pública. Pero la pandemia puso inesperadamente a Bruselas en el asiento del conductor: la negociación de contratos con la industria farmacéutica, a escala continental, es un experimento nuevo y complejo.
En junio pasado, la Comisión Europea sustituyó a una alianza de cuatro países (Alemania, Francia, Italia y los Países Bajos) que se acercó a los posibles productores de vacunas un mes antes con el objetivo de obtener pedidos. La comisión tenía que coordinarse entre todos sus estados miembros. Claramente, eso ralentizó las cosas.
Pero eso por sí solo no explica el ritmo de las negociaciones. Algunos han culpado del retraso a la insistencia del bloque en obtener precios más bajos. La verdadera razón es más profunda. Se encuentra en una cultura europea reacia al riesgo marcada, en varios países, por el escepticismo sobre las vacunas. Como salvaguardia contra la reacción del público, los líderes europeos buscaron obtener tantas garantías como fuera posible. Es revelador que uno de los puntos más difíciles en las negociaciones con los fabricantes de vacunas fue el grado de responsabilidad que el bloque quería que aceptaran si algo salía mal.
El daño político de esta experiencia resultará costoso. Por un lado, podría permitirle al primer ministro Boris Johnson de Gran Bretaña afirmar que las grandes ventajas provienen de estar fuera del bloque, un argumento que los nacionalistas de toda Europa estarían ansiosos por escuchar. Y en un mundo donde las vacunas se han convertido en una medida de poder geopolítico, sin duda Vladimir Putin de Rusia y Xi Jinping de China sonreirán al ver las dificultades de Europa.
Peor aún fue la impresión la semana pasada de que Europa estaba practicando el nacionalismo de las vacunas, un cambio deprimente de su compromiso con la apertura. ¿No se suponía que la vacuna era un bien común mundial?
Esta pandemia es la primera crisis global desde la Segunda Guerra Mundial en la que el liderazgo estadounidense ha estado ausente. Europa, unida y decidida, podría haber llenado el vacío, pero hasta ahora se ha desaprovechado la oportunidad. Debe aprender de la experiencia.
–Glosado y editado–
© The New York Times
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