“Allí puedes zapatear y bailar, y no pasa nada”, contestaba graciosamente la moradora de una vieja casona del centro histórico de Trujillo a un experto en defensa civil, quien la había declarado inhabitable tras el sismo del domingo 28 de noviembre. Estamos aquí ante miradas contrapuestas frente a los desastres. De un lado, la fe en alguna forma de seguridad autoconvenida; de otro, la perspectiva técnica y científica.
Esto también condensa un punto problemático de la gestión de riesgos al intentar persuadir y comprometer a la población de la inseguridad que enfrenta cuando instala sus viviendas al lado de un río, al borde de un acantilado o al almacenar materiales peligrosos sin estándares de seguridad. El antropólogo Anthony Oliver-Smith, quien en 1970 hizo un trabajo de campo con los sobrevivientes del aluvión de Yungay, detectó cómo un sector de los damnificados insistía en reubicar la ciudad muy cerca de su sitio original, una zona altamente expuesta a futuras avalanchas. Más podía “el apego al lugar” que la prevención.
La experiencia de los desastres en el Perú demuestra que los avances de la gestión de riesgos no son suficientes para desmontar esos persistentes imaginarios sociales que, como la referida ciudadana de Trujillo, apelan a una falsa seguridad o a la religiosidad para sentirse protegidos de calamidades. Por sí misma, la ciencia no puede desestructurar las elaboraciones conceptuales que interpretan los desastres como expresión de la ira de Dios, por ejemplo. Estimular una conciencia participativa y preventiva va más allá de las ciencias aplicadas, es un tema de gestión pública, de convocatoria amplia, de persuasión masiva.
Ocurre que la problemática de los desastres es un asunto transversal que demanda la concurrencia no solo de las disciplinas ingenieriles, sino también de las disciplinas sociales y de la comunicación. Para decirlo de otra manera, los desastres constituyen tanto un tema social y político como un tópico científico y técnico que amerita respuestas multidimensionales. Por ello, no basta con tomar en cuenta las características geodinámicas del territorio peruano o la poco resiliente infraestructura física que este alberga. Una estrategia integral ha de considerar también la precaria consistencia de nuestro tejido social, las insuficiencias de nuestro Estado, la débil legitimidad institucional, el escaso peso político de las entidades técnicas especializadas en riesgos, así como la abrumadora informalidad e improvisación que exudamos, en medio de una débil memoria histórica en torno a los desastres. Hoy, por ejemplo, pocos se acuerdan del sismo de noviembre último.
¿Y qué dice la opinión pública? Las encuestas señalan un casi inexistente interés en los peligros asociados a las amenazas naturales y tecnológicas. Dicen que las percepciones definen y hacen la realidad, y es cierto que en estos asuntos nuestra realidad se muestra poco auspiciosa. Sin embargo, desafíos enormes implican esfuerzos persistentes e inteligentes, así que ingenieros, académicos, comunicadores, empresarios, líderes sociales y políticos tienen aquí una tarea adicional. Nunca antes el eslogan “Defensa civil, tarea de todos” se ha mostrado tan vigente.
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