No tanto como una inquina o la turbación todavía más aguda que es el odio, la animosidad es como una emoción simultánea de aversión dérmica y ojeriza anímica, aun cuando los vocablos parezcan sinónimos intercambiables de un mismo sentimiento subjetivo. Fue entonces animosidad lo que reflejó la viñeta del talentoso dibujante Carlín aparecida en el diario “La República” del pasado 16, en la que retrataba al ex presidente Alan García frente al Instituto de Gobierno de la Universidad San Martín, expresando su deseo de que se “...me conserve el puesto donde dirijo un doctorado sin ser doctor”. Es cierto que la Ley Universitaria vigente dispone explícitamente que, para ejercer la docencia en doctorados, es obligatorio contar con el grado de doctor. Pero ampararse en una de las más discutibles disposiciones de aquella legislación para justificar un talante deletéreo aun en clave de humor, es convertir erróneamente la rigidez normativa en ejemplar aserto de falsedad.
Sin ánimo alguno de agregar una enésima argumentación a la Ley Universitaria o de opinar sobre quien ya posee una determinada trayectoria impermeable al encomio y el agravio, admitamos no obstante que la norma citada es una de las varias fallas dispersas entre los aportes benéficos que contiene aquel dispositivo. Porque es un hecho que en nuestro país y, según Ricardo Palma, desde los inicios de la República, la palabra “doctor” es aplicable no solo al que ejerce la medicina “aunque no tenga el grado académico de doctor”, según confesión textual del diccionario oficial del idioma, sino también a quien practica la abogacía, como que resulta evidente que la mayoría de los médicos y letrados peruanos no son doctorados ni en medicina ni en leyes y, sin embargo, se les llama corrientemente doctores.
Pero además, si contextualizamos la norma en cuestión descubrimos la fragilidad de su propia estrictez al plantearnos como hipótesis que, si se aplicara la lógica reglamentaria sobre los doctorados extrapolando la conjetura a contemporáneos que exhiban carencias curriculares semejantes, jamás se podría contratar ni siquiera como auxiliares de cátedra a Hemingway, Proust, Octavio Paz o Saramago por la sencilla razón de que nunca pisaron una universidad, si bien nadie pondría en duda que las enseñanzas de su oficio serían harto más benéficas que las de cualquier ilustrado doctor en letras pero indocto en la faena literaria.
No es sin embargo el caso del ex mandatario que sí suma a su formación académica completa como profesional del derecho, aunque sin ser doctor en esta disciplina como acontece con la mayoría de abogados, la insustituible experiencia de diez años en la gobernanza de la nación, pericias ambas que lo califican holgadamente para ejercer el cargo directivo caricaturizado y para tutelar doctorados en políticas públicas. Y esto es así porque, sencillamente hablando, no siempre los doctos son doctores ni los doctores doctos, en lo que deberían reparar nuestros legisladores a fin de enmendar prontamente ciertos articulados educativos errados o incompletos.