El hombre fuerte de China no parece tener suerte. Desde la guerra comercial con Estados Unidos hasta la crisis de Hong Kong, pasando por la crítica internacional a su historial en materia de derechos humanos, el presidente Xi Jinping sufrió importantes reveses en el 2019, y sus perspectivas para el 2020 parecen aún peores.
China podría haber puesto fin a la guerra comercial con EE.UU. en mayo pasado, dando así un significativo impulso a su economía en decadencia. Sin embargo, en el último minuto, los líderes chinos dieron marcha atrás en una serie de cuestiones que los negociadores estadounidenses habían considerado que se habían resuelto. Con EE.UU. también incurriendo en altos costos de la guerra comercial, el presidente Donald Trump se enfureció, y tomó su venganza.
Más allá de imponer nuevos aranceles, Trump intensificó sus esfuerzos para limitar el acceso de China. Menos de dos semanas después del colapso del acuerdo comercial, Trump firmó una orden ejecutiva que prohibía a las empresas estadounidenses utilizar equipos de telecomunicaciones de fabricantes que su administración consideraba un riesgo para la seguridad nacional. El más destacado de ellos es el gigante tecnológico chino Huawei. Mientras que EE.UU. y China han anunciado un acuerdo sobre los términos de un nuevo convenio comercial de “primera fase”, la guerra tecnológica –y la confrontación más amplia entre las dos potencias– continuará. Esto implica que los problemas de Xi no desaparecerán, dada la persistente dependencia económica de China del mundo exterior y la importancia de elevar el nivel de vida para mantener la legitimidad del régimen de partido único.
Otros riesgos surgen de Hong Kong. Todo comenzó cuando la jefa ejecutiva de Hong Kong, apoyada por China, propuso un proyecto de ley que facilitaría la extradición de sospechosos de delitos de la ciudad al continente. Viendo esto como parte de una campaña más amplia del gobierno central para hacer valer un control más estricto sobre la región administrativa especial, la gente salió a las calles a protestar.
El Gobierno se negó a ceder, por lo que los manifestantes se enfurecieron más y su número aumentó. El centro comercial de Asia se convirtió rápidamente en una zona de batalla, con la policía antidisturbios disparando gas lacrimógeno y balas de goma a los manifestantes vestidos de negro, que respondieron con cocteles y ladrillos molotov. Cuando se retiró formalmente el proyecto de ley, habían pasado meses y ya era demasiado tarde para devolver al genio a la botella. A pesar de los miles de arrestos, los manifestantes no han mostrado signos de retroceso.
A finales de noviembre, después de más de seis meses de disturbios, el Gobierno de China sufrió el golpe final, cuando casi tres millones de votantes se presentaron para entregar una victoria abrumadora a las fuerzas prodemocracia en las elecciones de los concejos distritales.
Xi sufrió otro duro golpe en noviembre, cuando “The New York Times” obtuvo más de 400 páginas de documentos internos chinos sobre el encarcelamiento masivo de minorías étnicas –en particular de uigures musulmanes– en la región de Xinjiang.
Xi también está perdiendo el control en Taiwán. Desde que estallaron las protestas en Hong Kong, la presidenta Tsai Ing-wen se ha presentado a sí misma como defensora de Taiwán. Tsai ahora parece estar lista para asegurar una victoria aplastante en las elecciones presidenciales del próximo mes.
Xi solo puede culparse a sí mismo, más específicamente, a su excesiva centralización del poder, de los desafíos del año pasado. El liderazgo colectivo de China, por corrupto e indeciso que sea, había logrado limitar la escalada de estas crisis, gracias en gran medida a su aversión al riesgo. Por ejemplo, cuando más de medio millón de personas en Hong Kong protestaron contra una propuesta de ley de seguridad nacional en el 2003, el Gobierno Chino aceptó inmediatamente su retirada. Sin embargo, como Xi ha concentrado el poder político en sus manos, la toma de decisiones se ha transformado. Aquellos que esperan influir en la política deben tener acceso al propio Xi, y tienen todos los incentivos para elegir información que respalde sus preferencias. Del mismo modo, los colegas de Xi en el Comité Permanente del Politburó, temerosos de parecer desleales, se muestran reacios a compartir información que pueda contradecir su punto de vista. Saben que proponer un enfoque alternativo podría ser visto como un desafío directo a la autoridad de Xi.
La intolerancia de Xi a la disidencia y su vulnerabilidad a la mala información han hecho que su gobierno sea mucho más propenso a cometer errores políticos. Y lo que es peor, porque un hombre fuerte debe mantener una imagen de infalibilidad virtual, es improbable que se inviertan las políticas ineficaces o contraproducentes que se han demostrado.
Por ahora, el control de Xi sobre el poder es seguro. Pero, con una dinámica de toma de decisiones en la cúspide que probablemente no cambiará, se volverá vulnerable a más desafíos en los próximos meses. De hecho, el 2020 podría llegar a ser el peor año de Xi hasta ahora.