Tras la fuerte recesión del 2020, que cortó un ciclo de más de veinte años de crecimiento continuo en el Perú, el PBI ha crecido en 13,3% en el 2021, alcanzando el nivel que tenía antes de la pandemia. A pesar de esta recuperación, las últimas cifras de la pobreza dan cuenta de un retroceso de 10 años en la lucha contra este flagelo en el país. Más de 8,6 millones de personas se encuentran en pobreza y poco más de 1,3 millones en pobreza extrema, sin poder siquiera adquirir la canasta básica alimentaria, según el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI).
A raíz del COVID-19, además, la pobreza se ha acentuado principalmente en las zonas urbanas. En efecto, tenemos tasas de pobreza urbana que no se observaban desde el 2008, con más de 5,9 millones de personas en situación de pobreza en las urbes, que representan el 69% del total de pobres. Más aún, en las grandes ciudades, donde reside más del 40% de la población, la pobreza pasó del 13,2 % antes de la pandemia al 23,1 % en el 2021.
Este retroceso en la lucha contra la pobreza se explica, en parte, porque no se ha recuperado del todo la tasa de ocupación y hay una fuerte precarización del empleo en el país. En la actualidad, el trabajo es más informal, menos productivo y el nivel de ingresos promedio sigue por debajo de lo que estaba hace más de 5 años.
Por ejemplo, las personas con estudios superiores, se han reincorporado más lento al mercado laboral. Las cifras del INEI dan cuenta de 420 mil personas menos que, con estudios superiores, se encuentran ocupadas, en contraste con un aumento de 495 mil empleos más para quienes tienen solo secundaria completa. En tanto en las zonas rurales, sí hay un aumento del número de trabajadores con educación secundaria y superior.
De igual modo, se ha dado un cambio en la estructura del trabajo. Por un lado, en la actualidad hay una mayor empleabilidad en la agricultura, con 650 mil empleos más que antes del COVID-19, en tanto que hay una menor tasa de ocupación en el sector de servicios que ha perdido alrededor de 820 mil empleos. Por otra parte, el empleo se ha atomizado más, ya que el crecimiento de empleos se ha concentrado en empresas compuestas por un máximo de veinte personas y caracterizadas por su baja productividad.
Además, la recuperación del empleo se ha dado sobre todo en el sector informal. Mientras que el empleo formal ha perdido poco más de 700 mil puestos entre el 2019 y el 2021, tenemos las cifras de informalidad más altas de los últimos 10 años. En ese contexto se está dando una lenta recuperación de los ingresos laborales, que en promedio están todavía un 9% por debajo del 2019.
En consecuencia, el gasto real de los hogares tampoco se ha recuperado del todo y se encuentra un 10,7 % por debajo del 2019. En las zonas urbanas, esta recuperación ha sido inclusive más lenta. En la capital peruana, por ejemplo, los gastos reales por mes están un 16,6 % debajo del periodo prepandemia. Y, aunque en las zonas rurales hay una recuperación del gasto real per cápita del 1,8 %, esta ha sido liderada por los hogares más ricos, exacerbando las desigualdades allí.
Estos datos preocupan ante la inminente crisis alimentaria que atraviesa el mundo y que, según la FAO, pondría en riesgo a 15,5 millones de personas en el Perú. De hecho, el gasto real en alimentos ya se ha reducido de manera significativa a nivel nacional, en un 8,3 % menos entre 2019 y 2021. En Lima Metropolitana, la caída en el gasto en alimentos es de más del 16%, poniendo en evidencia la fuerte crisis alimentaria derivada de la falta de empleo.
Si bien se ha logrado una importante recuperación, es fundamental repensar estrategias que ayuden a dinamizar la economía, apuntando a mejorar la calidad del empleo. La nueva configuración de la pobreza nos sugiere que debemos buscar la ampliación y fortalecimiento de los programas de asistencia social –transferencias de ingresos o alimentos–, que son esenciales para una base mínima de protección a la población en situación de pobreza y pobreza extrema, tanto en zonas urbanas como rurales.
En esa línea, se deben fortalecer los programas de asistencia social con sistemas de seguridad social –salud, seguros y pensiones–, en los que se integren adecuadamente esquemas contributivos y no contributivos, típicamente asociados a la situación laboral. La asistencia y la seguridad social son complementarias. Los hogares más pobres necesitan transferencias de ingresos y seguridad social; mientras que los hogares que no son pobres tienen en la seguridad social un mecanismo de protección, que resulta clave especialmente en momentos de crisis.
Debemos pensar en sistemas de protección social universales más inclusivos y redistributivos, que no solamente aseguren el bienestar de los hogares, sino que promuevan la mejora de la productividad de las micro y pequeñas empresas. Es fundamental actuar pronto para garantizar que esta protección social amortigüe los efectos de las crisis –como la inminente crisis alimentaria– y asegure la calidad de vida presente y futura con acceso a la salud, pensiones y seguro de desempleo para todas y todos.