La segunda acusación federal contra el expresidente estadounidense Donald Trump describe una conducta que representó una profunda amenaza para la democracia constitucional del país norteamericano y que merece un castigo serio si se prueba. Pero el expresidente no actuó solo. Lo cuestionable es que al menos cinco –y tal vez seis– individuos que supuestamente conspiraron con él para despojar a millones de estadounidenses de su derecho a que se contaran sus votos tenían el deber especial de proteger nuestro sistema constitucional: eran abogados.
Jeffrey Clark y John Eastman, que parecen ser claramente dos de los conspiradores no identificados, no son representativos de los más de un millón de abogados en ejercicio en Estados Unidos. Miles de abogados, la mayoría de ellos funcionarios públicos de carrera, sirvieron honorablemente en la administración de Trump.
Abogados como Jeffrey Rosen, Richard Donoghue y Steven Engle incluso arriesgaron sus trabajos para evitar que Trump promulgase algunos de sus esquemas de subversión electoral más oscuros. Y los abogados designados por Trump para el tribunal federal también se encontraban entre los jueces que rechazaron sus demandas sin fundamentos que impugnaban la elección en los tribunales. Estos abogados sirvieron como poderosos controles contra las ambiciones autoritarias de Trump. Sin ellos, su esquema podría haber funcionado.
Pero, al mismo tiempo, el papel clave que desempeñaron varios abogados para reforzar los planes del expresidente habla de una crisis en la profesión legal. Los abogados con los que conspiró, cuya presunta conducta violó una serie de reglas de ética profesional, además de las disposiciones del derecho penal, no surgieron de la nada. Son el producto de una profesión que ha cambiado. Y, a menos que hagamos modificaciones en la estructura de la abogacía pública y el camino profesional que toman los abogados para llegar hasta allí, no solo perderemos uno de nuestros controles más efectivos contra el poder autoritario, sino que podríamos consolidarlo.
Tras el Caso Watergate, la American Bar Association (ABA) revisó sus influyentes reglas de ética profesional para dejar en claro que los abogados que trabajan para cualquier organización, incluido el gobierno, tienen el deber de informar sobre cualquier acto ilegal de los funcionarios federales que encuentren en su trabajo.
Del mismo modo, la ABA exigió por primera vez que los estudiantes de cualquier escuela de derecho estadounidense que desearan conservar su acreditación completaran un curso de responsabilidad profesional antes de graduarse.
Los paralelismos con la mala conducta legal entre Watergate y hoy son evidentes: Eastman enfrenta cargos de “vileza moral” en California; el exalcalde de Nueva York, Rudy Giuliani, enfrenta un pedido de inhabilitación en Washington, DC, y están lejos de ser los únicos. Decenas de otros abogados que representaron a Trump en litigios electorales ahora enfrentan acusaciones por mala conducta en procedimientos disciplinarios estatales en todo el país.
Pero las perspectivas de reforma sistémica parecen mucho menos prometedoras hoy que hace medio siglo. Actualmente, la ABA, que hace 40 años reclamó la membresía de aproximadamente la mitad de los abogados estadounidenses, ahora representa aproximadamente a una quinta parte de ellos, y su presencia ha sido suplantada en aspectos clave por alianzas más partidistas.
El caso de Trump muestra que algunos abogados no solo no se aseguran de que sus clientes gubernamentales operen dentro de los límites de nuestro sistema democrático, sino que se esfuerzan para ayudar a esos clientes a subvertirlo. El riesgo para el Estado de derecho es evidente. Porque cuando los abogados formados así se convierten en jueces, deciden casos de maneras que parecen sobreponer los intereses partidistas sobre las normas profesionales, y socavan la confianza pública en los tribunales.
Cambiar la naturaleza cada vez más polarizada de la profesión legal es una empresa más compleja, una que está ligada a cómo aprendemos, enseñamos, recompensamos y castigamos lo que hacen los abogados. Es un proyecto a largo plazo, pero no hay tiempo que perder.
–Glosado, traducido y editado–
© The New York Times