Mientras que gran parte del mundo desarrollado está debidamente preocupado por los innumerables atropellos a la privacidad a manos de la gran tecnología y por exigir –y asegurar– que los individuos tengan el “derecho a ser olvidados”, muchos en todo el mundo se plantean una pregunta muy diferente: ¿Y el derecho a ser visto?
Mil millones de personas están bloqueadas fuera de los servicios que damos por sentado –cosas como una cuenta bancaria, una escritura de una casa, o incluso una cuenta de teléfono móvil– porque carecen de documentos de identidad y, por lo tanto, no pueden probar quiénes son. Son efectivamente invisibles como resultado de la falta de datos.
La capacidad de ejercer muchos de nuestros derechos y privilegios más básicos es determinada por grandes agencias administrativas que dependen de información estandarizada para determinar quién es elegible para qué. La incapacidad de proporcionar tal información básica es una barrera para la estabilidad, la prosperidad y las oportunidades. Las personas invisibles son excluidas de la economía formal, no pueden votar, viajar o acceder a los beneficios médicos y educativos. No es que sean indignos o no calificados, sino que son pobres en datos.
En este contexto, el registro digital proporcionado por nuestros smartphones podría convertirse en una poderosa herramienta para el bien, siempre y cuando se reconozcan los riesgos. Nuestro historial de ubicación de Google muestra exactamente dónde vivimos y trabajamos. Nuestra actividad de correo electrónico revela nuestras redes sociales. Incluso la forma en que sostenemos nuestro teléfono inteligente puede revelar señales tempranas de Parkinson.
Pero ¿qué pasaría si los ciudadanos pudieran aprovechar el poder de estos datos para sí mismos, para hacerse visibles a los guardianes administrativos y acceder a los derechos y privilegios a los que tienen derecho? Su rastro virtual podría entonces convertirse en prueba de hechos físicos. Eso está empezando a suceder. En la India, los habitantes de los barrios con tugurios utilizan por primera vez datos de localización de teléfonos inteligentes para colocarse en los mapas de la ciudad y registrarse para obtener direcciones que luego pueden utilizar para recibir correo y registrarse para obtener identificaciones gubernamentales. En Tanzania, los ciudadanos están utilizando su historial de pagos móviles para mejorar sus puntajes crediticios y acceder a servicios financieros más tradicionales. Y en Europa y Estados Unidos, los conductores de Uber están luchando por sus datos de viajes compartidos para abogar por los beneficios de empleo.
La cuestión crucial, por supuesto, es cómo equilibrar los riesgos de un Estado de vigilancia con el poder de la tecnología para prestar servicios y proteger los derechos fundamentales. En pocas palabras, no es como si aquellos que quieren usar sus datos para el bien quisieran sacrificar su privacidad y estar a merced de los gigantes corporativos y las agencias gubernamentales.
La respuesta está, al menos en parte, en empoderar a las personas para que utilicen sus propios datos a fin de demostrar hechos vitales sobre sí mismas, defender sus propios intereses y promover sus propios objetivos. Este enfoque de abajo hacia arriba da un vuelco a las estructuras de poder tradicionales en las que los gobiernos y los actores comerciales recopilan grandes cantidades de datos para avanzar en sus propios objetivos. Es un poderoso nivelador.
El Center for Data Innovation ha observado que “para aprovechar [las innovaciones basadas en datos], los individuos deben tener acceso a datos de alta calidad sobre sí mismos y sus comunidades”. Esto es absolutamente cierto, y se refiere al problema de la pobreza de datos y a las desigualdades sociales y económicas que se derivan de la falta de recopilación o uso de datos sobre determinados grupos de personas. Pero debemos ir un paso más allá: los individuos deben tener la capacidad de disponer de buenos datos sobre sí mismos y también de utilizarlos para avanzar en sus propios objetivos.
Los defensores de la privacidad están liderando importantes esfuerzos para permitir a los ciudadanos controlar quién usa sus datos, para qué y bajo qué circunstancias. Estos esfuerzos nos permiten decir “no” a la vigilancia y a la sobreexposición. Pero también empoderar a las comunidades para que digan “sí” al uso de sus datos como ellos elijan y sigan cosechando los beneficios.