Después de contraer el COVID-19, pedí curry panang. Cuando llegó, levanté la tapa de plástico, esperando el aroma de lima, hierba de limón y jengibre. Pero no hubo nada. No tenía sabor.
Mis habilidades para oler y saborear se habían evaporado de repente. Y desde que estuve enferma, aún no han regresado.
Al principio de la pandemia, mi esposo y yo desarrollamos un ritual de pedir comida reconfortante todos los viernes. Vivimos en Las Vegas, una ciudad que ha sido duramente afectada por el virus, y descubrimos que las comidas de los amados restaurantes locales son regalos pequeños pero cruciales en un paisaje resplandeciente que estaba perdiendo su brillo. En marzo, mi esposo fue despedido y yo perdí a la mayoría de mis clientes como escritora independiente. En junio, la ciudad reabrió para los turistas desenmascarados. En agosto, estábamos enfermos.
Incapaz de levantarme de la cama días después, envié un tuit quejándome del COVID-19. Alguien respondió: “Hagas lo que hagas, no busques en Google ‘¿Cuándo recuperaré el olfato y el gusto?’”. Hice exactamente eso y me encontré con un artículo tras otro sobre la anosmia (pérdida del olfato). Muchos sugirieron que su impacto podría ser a largo plazo.
Mis síntomas existentes empeoraron mientras aparecían otros nuevos. Pero a pesar del dolor físico de la enfermedad, perder la capacidad de saborear me dolió más. Durante los meses antes de contraer el virus, estuve encerrada en mi casa. Vi a amigos y familiares a través de la pantalla de mi computadora.
A lo largo de este cambio radical, mi única sensación de alegría fue el sabor de la comida. El pastel de red velvet que comí en mi cumpleaños luego de cancelar unas vacaciones en California. Las coles de Bruselas asadas con balsámico que cociné después de perder a otro cliente.
La capacidad de saborear era mi conexión con la vida antes del coronavirus. Y de repente se fue, y todavía se ha ido.
Durante mi primera semana sin gusto ni olfato busqué constantemente destellos de mis sentidos perdidos. Olí velas, abrí las sobras de mi refrigerador, enterré mi cara en el pelaje de mi perro en busca de ese olor a cachorro. Me preocupaba: si comiera alimentos en mal estado, ¿lo sabría? Si hubiera una fuga de gas en mi casa, ¿me mataría?
Desesperada, recurrí a un grupo de Facebook para personas con COVID-19 que experimentaban pérdida del olfato y el gusto. Tenía más de 5.000 miembros.
Algunos expresaron tristeza por ver a sus amigos disfrutando de las comidas. Otras conspiraciones flotaban: ¿habían causado esto las máscaras? Muchos hablaron sobre el entrenamiento del olfato, un método que requiere que los que sufren de anosmia inhalen aromas como eucalipto, limón y rosa todos los días con la esperanza de convertir su recuerdo en realidad.
De vez en cuando, alguien celebraba el regreso del gusto y el olfato solo para perder las sensaciones nuevamente o descubrir que habían cambiado. De repente, el azúcar se volvió insoportablemente dulce, el vino intolerablemente amargo.
Leí las publicaciones del grupo en Facebook durante horas, compadeciéndome de los extraños de todo el mundo que compartían esta extraña pérdida. En cierto modo, se sintió frívolo. Después de todo, muchos de nosotros ya nos hemos recuperado y evitaremos las salas de emergencia.
Pero, ¿qué es la vida sin sabor, sin olor? Si nunca recupero estas habilidades, ¿significará algo la pregunta ‘¿qué quieres para cenar?’? ¿Tendrá valor un buen restaurante? ¿Cómo se sentirá cuando alguien cocine para mí, me vea dar el primer bocado y espere mi reacción?
En cierto modo, la anosmia es la metáfora perfecta del mundo durante el COVID-19: carente de placeres que no sabíamos que no siempre tendríamos. Pero aún lo intento. Levanto la camisa de mi esposo hacia mi nariz y respiro. Cocino comidas y las como, cierro los ojos y trato de recordar a qué saben.
Cada día espero que vuelvan los aromas y sabores familiares. Espero, como el resto de nosotros, que las cosas que amo regresen.
–Glosado y editado–
© The New York Times.