Durante el siglo XIX, la comunidad de naciones adquirió rápida y dramáticamente una nueva dimensión. La independencia de los dominios españoles y Brasil de Portugal, así como la apertura al mundo occidental de los imperios chino y japonés, significaron la creación de un nuevo orden político y económico, ante el cual el Derecho de Gentes –que había regido las relaciones diplomáticas de los estados europeos– mostraba sus limitaciones. Nos encontrábamos, en pocas palabras, en el período de nacimiento del Derecho Internacional Público tal y como lo conocemos actualmente.
Precisamente uno de los ámbitos donde este acelerado proceso de cambio se manifestaba exponencialmente era la guerra. La travesía de la llamada Era de Pólvora –el período comprendido entre el siglo XVI y el siglo XVIII, según el historiador británico Michael Roberts– a la Guerra Industrial (1854–1945), caracterizada por la introducción del servicio militar obligatorio y el perfeccionamiento del armamento en términos de potencia de fuego, velocidad y letalidad, sin medir las consecuencias de este desarrollo en la relación social que se establece en un conflicto bélico, tuvo repercusiones insospechadas.
Así pues, el problema de la guerra requería un nuevo tratamiento de acuerdo con la época. En términos generales, dos líneas de pensamiento resumían las posiciones entonces vigentes: el llamado ‘darwinismo social’, que veía a la guerra como un instrumento evolutivo de la civilización –cuyo objetivo puede resumirse en las palabras del Mariscal de Campo alemán conde Helmut von Moltke (1800–1891), quien decía en 1880 que era necesario “atacar todos los recursos del enemigo, sus finanzas, sus ferrocarriles, sus abastecimientos e incluso su prestigio”–, y, del otro lado, la reflexión sociológica del mismo fenómeno como “un método trágico y no eterno de dialéctica social”, en palabras del psicólogo social francés Gabriel Tarde (1843–1904).
Todo lo expresado describe la perspectiva sobre la guerra durante la vida del gran almirante Miguel Grau. Hombre de inquietud intelectual y cabal conocimiento de su profesión, al Peruano del Milenio no le era ajeno que, desde mediados del siglo XIX, las naciones tendían puentes –todavía precarios en un contexto político marcado por la disputa doctrinal sobre los límites de la soberanía de los Estados– hacia la humanización de la guerra mediante la codificación de las normas consuetudinarias aplicadas hasta entonces tanto en la lucha en tierra como en el mar.
Asimismo, al gran almirante Grau le animaba un sentimiento particular: el Americanismo. Si bien el origen de esta idea se remonta a los sacerdotes jesuitas desterrados de América por la Corona española en 1767, fue durante la juventud y madurez de nuestro héroe nacional que la conciencia de unidad continental cobró fuerza frente a la amenaza de la expansión europea entre 1847 y 1868. La intervención francesa en México, el fracaso español de establecer un reino borbónico en el Ecuador y la presencia de la escuadra hispana en el Pacífico hicieron sonar la alerta de la América republicana. Años más tarde, el sentimiento americanista del gran almirante Grau fue puesto a prueba durante la Guerra del Pacífico. Aquel infausto conflicto enfrentó a amigos y antiguos compañeros de armas de la Guerra con España. En el plano familiar, le era imposible evitar pensar que su concuñado, el marino chileno Óscar Viel y Toro (1837–1892), estaba al mando de un buque con el que podía enfrentarse en cualquier momento durante la campaña naval de 1879.
Sin embargo, el gran almirante superó este difícil trance dando muestras de humanitarismo americanista. A diferencia de lo que predicaba el conde Von Moltke, Grau no creía que el enemigo debía ser aniquilado, dando prueba de ello al no bombardear la planta desalinizadora de agua del puerto de Mejillones el 25 de mayo de 1879. Cuatro días después, al romper el bloqueo chileno del puerto de Iquique, demoró el combate con la escuadra enemiga a fin de evitar que este afectara a la población del puerto. En el curso de ese combate, el rescate de los náufragos de “La Esmeralda” fue testimonio del respeto que tenía el almirante Grau por la vida humana, incluso cuando las circunstancias convertían a dos pueblos hermanos en enemigos.
El gran almirante Miguel Grau, hombre de su tiempo, era consciente de que el reto de los estadistas de su época era marcar la distinción entre el progreso moral y el progreso material, tal y como lo advertía el diplomático y político francés Francois-Rene de Chateaubriand (1768–1848), quien escribió en sus “Memorias” que “La civilización ha subido hasta el punto más alto, pero es una civilización infecunda, porque no se puede producir nada, porque no se puede dar vida sino por la moral, no se llega a la creación de pueblos sino por las rutas del cielo; los camino de hierro nos conducirán solamente con mayor rapidez al abismo”. El mérito del gran almirante Grau fue, sin duda alguna, escoger el sendero del progreso moral –en su caso específico, el consenso mundial hacia la humanización de la guerra– en medio de una de las más ingratas circunstancias de la existencia humana, como una persona que siempre estuvo en la búsqueda del bien común, asumiendo plenamente la responsabilidad de sus acciones. Por todo lo dicho, no hay exageración y, por el contrario, se hace justicia, al considerar al Peruano del Milenio como uno de los más ilustres y preclaros exponentes de la etapa inicial del Derecho Internacional Humanitario.