Frederick Cooper Llosa

A pocas semanas de las elecciones municipales, no se avizora ninguna propuesta que enfoque el futuro de con algún grado de seriedad. Como en todas las elecciones provinciales y distritales habidas en Lima en las últimas décadas, los candidatos lucen la misma incompetencia de siempre respecto a cómo afrontar la caótica situación provincial de la capital, de lo que depende, si se tuviera un mínimo de madurez cívica y urbanística, el destino de sus excesivos distritos.

Si se quisiera realmente afrontar la gravedad del problema de Lima, habría que tener una perspicacia urbanística que se inspire, para empezar, en reconocer que, tal y como evoluciona su inercia política y técnica, su evolución está orientada a agravar su descomposición, especialmente para los ciudadanos de menores recursos. Por cierto, Lima requiere ante todo un desarrollo físico basado en una planificación seria y lúcida. Es un argumento que, ‘mutatis mutandis’, invocan todos los candidatos desde siempre. Lo hacen, sin embargo, sin ninguna preparación ni experiencia, entremezclando vergonzosamente propuestas de obras demagógicas con una terminología improvisada reñida con toda posibilidad de reformar Lima responsablemente.

Creo que lo real, lo serio, lo inevitable, es que, habiéndose abusado de una improvisación ignorante durante tantas décadas, ahora no queda sino refundar Lima. No es esta una declaración írrita ni gratuita. Mi convicción proviene de un conocimiento de la historia de ciudades que, habiendo alcanzado grados de descomposición irreparables, han sobrevivido gracias a que dirigencias ilustradas supieron afrontar sus deterioros con inteligencia, determinación y valentía. Roma, París, Cusco, Sevilla, Barcelona, Londres, Viena, Moscú y muchas otras lo comprueban. Claro está que en aquellos antecedentes las refundaciones fueron –o están siendo– realizadas por políticos y profesionales cultivados y capaces, ajenos a los apetitos inmorales de quienes aspiran al poder por las malas razones.

La refundación de Lima tiene que empezar, por tanto, por reconocer que no es posible reparar su caótica condición urbana; que, para aspirar a brindar a sus sufridos pobladores la honesta perspectiva de una mejor calidad de vida, hay que replantearla. Este no es un desafío absurdo; en realidad, es el único viable. Porque ¿es posible recomponer una ciudad de una extensión elefantiásica que ha engullido todo su entorno natural sin encarar esa evidencia, urbanísticamente catastrófica? No, por cierto. Hay entonces que admitir que su crecimiento metastásico la ha colocado en la situación terminal que ahora enfrenta. No hay posibilidad alguna de resolver efectivamente sus insolubles problemas de vivienda, de seguridad, de transporte, de servicios, de salubridad, de supervivencia histórica –además de muchos otros de importancia comparable– si no se encoge. ¿O es que alguien puede aceptar realmente que es posible distribuir policías que puedan efectivamente cautelar todos los amplísimos y escarpados barrios marginales? ¿O resolver el esclerosamiento del tránsito sin afrontar –como se viene haciendo en muchas partes del mundo– la necesidad de expulsar al automóvil, reemplazándolo por servicios de transporte público masivos, confortables y eficientes?

Este espacio no me permite extenderme para demostrar a través de otros absurdos semejantes que, sin la menor duda, estamos ‘ad portas’ de reincidir en otra aventura electoral que inexorablemente conllevará a un mayor retroceso de la viabilidad del desarrollo ventajoso y positivo de Lima.

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