No hay duda de que la democracia contemporánea encuentra su lejana inspiración en el régimen republicano romano y ateniense, ni de que mantenga una cierta continuidad con el de las ciudades libres bálticas y mediterráneas de la Edad Media y el Renacimiento. Sin embargo, entre los tipos de sociedad que se expresan en la democracia antigua y en la democracia moderna, existen diferencias fundamentales que afectan la realización del ideal.
Entre las más importantes de estas diferencias es necesario considerar las que se refieren a la escala y a la complejidad del espacio y de la población involucrada. Cuando hablamos de la democracia ateniense, hablamos de una población culturalmente homogénea y de una escala limitada a la ciudad y su inmediato contorno rural.
La fragilidad del proyecto democrático peruano resulta íntimamente asociada con el subdesarrollo y con la dependencia. En países subdesarrollados como el nuestro, la desproporción entre la escala y complejidad de espacio y población, por una parte, y el instrumental a disposición del proyecto democrático, por otra, han constituido un problema insuperable para el republicanismo del siglo XIX y el de la primera mitad del siglo XX. Hemos importado las formas exteriores de la moderna democracia europea imponiéndolas, sin éxito, a una realidad social y económica totalmente desfasadas. El resultado ha sido la creación de una institucionalidad democrática ilusoria, en crisis permanente, detrás de la que se ha ocultado, durante largo tiempo, la realidad de una república oligárquica.
Avanzada la segunda mitad del siglo XX, el Estado republicano enfrenta una nueva crisis. Esta viene provocada por procesos vinculados a una modernización importada, sin verdadero desarrollo económico e industrial, y por una sucesión frustrada de intentos de modernización del aparato institucional y de gobierno. La elevación relativa de los niveles de salud provoca el crecimiento acelerado de la población, los desniveles urbano-rurales la precipitan hacia las ciudades, la explosión educativa y de comunicaciones aceleran la dinámica cultural y la formación de los consensos de masas, mientras que la limitación del crecimiento tecnológico e industrial y la inadecuación de las estructuras jurídicas y políticas provocan el rebalse de la economía y del Estado. El signo de esta crisis es lo que se ha venido en llamar la informalidad. Pero también el crecimiento de la violencia y de la inseguridad.
El triunfo todavía reciente de un consenso popular volcado hacia los ideales democráticos revela, en esta crisis, la persistencia, la ampliación y el fortalecimiento del proyecto democrático. Con todo, el proyecto no se convierte todavía en realidad. La democracia peruana no es un hecho, sino una tarea a realizar. En esta tarea resulta crucial el problema de adecuar lo real con lo ideal y los medios con los fines. La originalidad del pensamiento de nuestros ideólogos propone los modelos de la nueva democracia. Los materiales están constituidos por los aportes de la ciencia y la tecnología universales, pero también por las tradiciones y la sabiduría de nuestras costumbres e instituciones populares. Debemos reconocer que, en el Perú, el pasado no es solo una carga y una deuda histórica. Es también una herencia positiva y fuente de creatividad que constituyen nuestro más importante capital de desarrollo. En todo esfuerzo por abrir al Perú nuevas vías de solución a su crisis histórica habrá que contar con esta herencia.
–Glosado y editado–
Texto originalmente publicado el 6 de abril de 1986.