"Por eso, al momento de definir el voto la polarización derecha-izquierda se relativiza y el eje autoritarismo-democracia también". (Ilustración: El Comercio)
"Por eso, al momento de definir el voto la polarización derecha-izquierda se relativiza y el eje autoritarismo-democracia también". (Ilustración: El Comercio)
Santiago Pedraglio

El proceso electoral 2021 tiene semejanzas importantes con el de 1990. Ambos ocurren en un contexto de crisis excepcional: en 1990, la hiperinflación; ahora, la recesión con pérdida masiva de empleos. En aquel entonces, Sendero Luminoso, sinónimo de muerte y gravísimos perjuicios; ahora, la y la , con decenas de miles de fallecidos –en un año, más que en veinte del conflicto armado interno (1980-2000)–. La de fines de los ochenta licuó a los partidos, desprestigió a los políticos con militancia –que comenzaron a ser llamados “tradicionales”–, abrió el espacio para los “independientes” e instaló la perplejidad ante antiguas certezas; la crisis actual genera una sensación de perplejidad semejante, si bien de orígenes distintos: la falta de unidad nacional frente a la pandemia, la corrupción instalada en las altas esferas y la inestabilidad política en general.

¿Cuáles son los efectos de este tipo de crisis? Los electores quieren escuchar soluciones inmediatas. Quieren certidumbres. Personas y familias están en situación de emergencia y quieren respuestas y acciones de emergencia: vacunas, sistema de salud pública unificado, recuperación del empleo, bonos, educación para todos, mayor gasto público, anticorrupción, seguridad, y que –en defensa del propio libre mercado– el controle los abusos de monopolios y oligopolios. El campo está abierto para propuestas precisas –y también populistas, es verdad–, sobre todo económicas, frente a las urgencias señaladas.

Por eso, al momento de definir el voto la polarización derecha-izquierda se relativiza y el eje autoritarismo-democracia también, mientras que cobra un mayor protagonismo el eje divisorio Estado-mercado, aunque sin demarcar el conjunto del escenario electoral. Se suma a esto la persistencia de la duda: según todas las encuestas, muchas personas todavía no saben por quién votar y un número considerable afirma que aún puede cambiar de candidato.

Esta también posee una característica poselectoral similar a la de 1990: quien gane no tendrá mayoría absoluta en el . Grave problema, sobre todo cuando la sigue diciendo que un presidente puede ser vacado por “incapacidad moral permanente”, algo que nadie sabe qué es con la precisión que exige la circunstancia. En 1992, el atolladero - se resolvió con un golpe de Estado; y en los años más recientes las “soluciones” han sido las vacancias sucesivas, copartícipes del escenario de extrema inestabilidad que hoy soporta el país.

Esta mixtura de presidencialismo devaluado y cuasi parlamentarismo en la que se ha convertido el régimen político peruano explica por qué son tan exiguas las esperanzas ciudadanas respecto a que los resultados traerán cambios positivos. Pocos creen que el no seguirá siendo un país atrapado en una maraña de intereses personales o de grupo, un país en el que hablar de “bien común” es un asunto de ilusos, una frase hueca en la que nadie cree. Por eso, hoy por hoy, ante la gravedad de la crisis, la gran reforma política es tan simple como difícil de lograr: hacer que en el centro de la preocupación de los elegidos –plancha presidencial y congresistas– se instale la conciencia de que han sido encumbrados para servir a los ciudadanos. Esto no hay que perderlo de vista, por lo menos como un referente.

Al mismo tiempo, el realismo indica que quienes pasen a segunda vuelta deberán tejer desde ya, y con seriedad, no un imposible gobierno de unidad nacional, pero sí un indispensable gobierno de coalición con aquellas fuerzas políticas con las que tengan puntos de contacto, especialmente en los temas que exigen acuerdos para salir de la crisis que tanto nos agobia.