Rodrigo Murillo

Como pocas veces en los últimos años, esta augura un combate emocional de proporciones. A un extremo, el surgido de Tacabamba, que pone en discusión las bases mismas de nuestro sistema republicano: habla lleno de dolor mesiánico, en el lenguaje de los desposeídos, a quienes por cierto predice un renacimiento cimentado en un mundo que, aunque por momentos pareciera carecer de fundamentos reales y principios matemáticos, está forjado sobre cimientos rebosantes, bastante sólidos, de anhelos compartidos por muchos. Y al otro, la del pasado exasperante. El casi accidental pase a segunda vuelta de una lideresa que plantea, quizás como último recurso para tentar la elección, una conversación distinta, un poco más alturada, basada en ideas, con la que además de promover la moderación entre los electores pretende, probablemente, dejar de lado las herencias del caudillo que pesan sobre ella y al que, aunque algunos recuerdan con gratitud y cariño bienintencionado, la mayoría desprecia por corrupto y déspota.

Las emociones, sin embargo, no mueren en los planteamientos de los candidatos, sino que lastran, se elevan e impregnan el día a día de los electores. ¿Cuáles serán las emociones –aquello ausente a los ojos, sentimental e intangible– que definirán esta elección?

Habrá indudablemente quienes voten llenos de dolor por la pérdida de algún familiar o amigo entrañable. Quienes lo hagan cansados de la corrupción y la desigualdad que ha caracterizado a nuestro país desde siempre, y los que pretenden reformar, o más bien destruir, las bases que han servido de soporte a un Estado ausente. El conocido voto de los antis –o, mejor dicho, el antivoto–, al que poco le importa lo que venga después, dispuesto como está a despeñarse por el abismo que auguran no pocos analistas y académicos; estudiosos que, por cierto, se desenvuelven ante ellos como lo haría un extranjero: en un idioma imposible, por demás exclusivo, que casi nadie domina y entiende.

Habrá también quienes voten llenos de ambición esperanzados en que no cambie, ni en un ápice, la estructura con que se distribuye la riqueza de la sociedad peruana. Quienes lo harán en defensa del lucro íntimo, protegiéndose sin alzar la mirada más allá de sus narices, ajenos a la hecatombe de pobreza que ha desatado esta pandemia.

Pero habrá también quienes, aunque enardecidos ante la representatividad escasa de ambos contendientes, votarán no tanto para expresarse ellos mismos, desprendiéndose de sus simpatías en pos de un bien mayor: aquel que pretende reducir objetivamente el número de hambrientos, el número de muertos, el número de los que sueñan con la dignidad de un empleo. Gente que, por otra parte, quiere proteger la Sunedu, la libertad de expresión, la Constitución y sus rigurosos mecanismos de reforma; los actuales defensores del Perú ante las codicias extranjeras que pretenden desunirlo, desatando las fuerzas del odio para atizar las contradicciones que destruirán nuestra República. ¿Se convertirán estos electores en el corazón que, bebiendo del mandato con que nacimos a la vida independiente –firme y feliz por la unión– definirán ulteriormente esta contienda? Durante la historia, cuando nos vimos sujetos a tensiones similares, al tan temible todo o nada que nos es tan característico, la respuesta fue distinta, lamentablemente. Así, por ejemplo, durante la Guerra del Pacífico, mientras los nuestros se batían hasta el último cartucho contra los chilenos, había quienes repetían: antes los chilenos que Piérola. ¿Y a qué llevó, finalmente, este fanatismo, este egoísmo empecinado? A la amputación territorial, a la más grande perdida de riqueza que sufrió nuestro país en su historia republicana. ¿Nos volverá a suceder? Que la sensatez imponga su voto.

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